Cuando el corazón está abierto

Cuando el corazón está abierto

Ya no soy joven, muchas cosas se han olvidado, otras se han desvanecido. Pero una noche de principios de los noventa permanece tan clara en mi memoria como si hubiera ocurrido ayer.

En España entonces la situación era dura. La transición había dejado el país con estantes vacíos, destinos rotos y miles de personas engañadas. Las fábricas cerraban, el valor del dinero caía tan rápido que por la mañana tu salario aún valía algo, y al anochecer apenas alcanzaba para una barra de pan. La gente evitaba mirarse, porque cada uno escondía su propia desgracia.

Yo estudiaba en Madrid. Para mi familia era un orgullo: el primer hijo que lograba ir a la universidad. Mi padre me decía: «Serás lo que nosotros no pudimos. Estudia, o acabarás arando la tierra como yo». Él trabajaba en los campos de secano, mi madre hilaba y tejía de sol a sol para que nosotros seis hermanos tuviéramos algo de abrigo en invierno. Para ellos, mis estudios eran la esperanza de un futuro mejor.

Alquilaba una habitación pequeña a una casera severa. A ella no le importaba que no tuviera trabajo, que mis padres en el pueblo apenas llegaran a fin de mes. Cuando venía el plazo, había que pagar, o la calle. Lo sabía: si me echaban, se acababan los estudios, se acababa todo.

Aquella tarde estaba en un bar cercano a casa. Delante de mí, un plato de sopa aguada y un trozo de pan. Era mi cena y, quizás, también el desayuno del día siguiente. Comía despacio, como si alargara el tiempo. De pronto, un hombre se detuvo a mi lado delgado, con un abrigo raído, los ojos cansados y tristes.

Dame un poco de pan, hijo murmuró.

Lo invité a sentarse. Comió con avidez, casi temblando de hambre. Luego levantó la mirada:

Y tú ¿por qué tan afligido?

Le conté. No todo, solo lo esencial. La casera, la deuda, que tal vez tendría que marcharme. Pero lo decía sin queja, con serenidad.

Entonces él también habló. Había sido profesor de matemáticas. Un hombre respetado. Daba clases en un instituto, había formado a generaciones de alumnos. Pero en el caos de la transición, lo estafaron: con documentos falsos le quitaron su piso, sus cosas Todo lo que había ganado en la vida desapareció en unos días. Se quedó en la calle, sin papeles, sin hogar.

Allí sentados, éramos dos extraños y, al mismo tiempo, dos almas igualmente perdidas. Me dijo:

Mira, hijo yo también creí que la vida era segura. Y resulta que todo puede esfumarse en una noche. Pero ¿sabes lo que duele más? No es el frío ni el hambre. Es la indiferencia. Cuando gritas pidiendo ayuda y todos pasan de largo.

Esas palabras se me quedaron grabadas.

Días después, me encontró de nuevo. Llevaba un pañuelo anudado. Me lo tendió:

Toma. Es para ti. Lo juntamos entre varios. Hay muchos como yo. Cada uno puso un poco. Para nosotros es más fácil aguantar el hambre que verte perder tu futuro.

¿Pero cómo?

Alguien nos ayudó, y nosotros quisimos ayudarte a ti. No todo el mundo tiene el corazón cerrado

Abrí el pañuelo: dentro había billetes. Arrugados, de distintos valores, pero suficientes para pagar la deuda y seguir estudiando.

Lloré. No solo por la ayuda, sino porque venía de alguien a quien lo habían arrebatado todo, y de otros como él, tan desamparados como yo. Les faltaba de todo, y aun así encontraron fuerzas para tenderme la mano.

Ahora, al recordarlo, pienso que quizá Dios nos puso a prueba a los dos. A mí, para ver si era capaz de compartir mi último pedazo de pan. A él, para ver si, habiéndolo perdido todo, seguía siendo un hombre de bien.

Y si alguna vez os cruzáis con una mirada que pide pan, no paséis de largo. Puede que en ese instante se decida no solo su destino, sino también el vuestro.

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