Siete largos años han pasado desde que la tierra se tragó el cuerpo de Lidia. Siete años de silencio que resonaban en los oídos más fuerte que cualquier música, y de soledad que se impregnó en las paredes de la casa como el olor a humo de leña.

Siete largos años habían pasado desde que la tierra se tragó el cuerpo de Lidia. Siete años de silencio que resonaban en los oídos más fuerte que cualquier música, y de soledad que se había impregnado en las paredes de la casa como el humo de la chimenea. Esteban todos le llamaban Estebanico se quedó solo a sus sesenta y tres. Una edad que no era vieja, pero tampoco joven, como si se hubiera quedado suspendido entre dos orillas: atrás, una vida llena de amor y tempestades; adelante, solo el lento y triste fluir del tiempo hacia su inevitable desembocadura.

Dios no le había negado salud. Su cuerpo, endurecido por el trabajo del campo, aún conservaba fuerza, pero su alma estaba rota y vacía. Lidia se había apagado lenta y dolorosamente. Él la cuidó hasta su último aliento, hasta la última lágrima silenciosa en su mejilla demacrada. Y así, ella se fue, dejándolo solo en este mundo. Dios no les había dado hijos, así que vivieron alma con alma, en su pequeño universo, limitado a los alrededores de su pueblo natal.

Se había acostumbrado a que Lidia fuera el sol de su pequeño planeta. Era el calor que templaba la casa, la luz que la llenaba de vida. Sus manos cocinaban las sopas más sabrosas y horneaban empanadas con una masa tan esponjosa que se deshacía en la boca. Ella llevaba la casa: la vaca lechera, las gallinas, cada año un ternero para engordar y tener carne fresca en invierno. La huerta era su reino, con hileras perfectas de zanahorias, cebollas y patatas. Él, en cambio, se ocupaba de los trabajos pesados: arar, cavar y reparar lo que se rompía. Era el perímetro exterior de su fortaleza; ella, el alma y el corazón.

El hombre se acostumbra a todo. Estebanico se acostumbró al silencio. Al principio, pesaba, resonaba en sus oídos, haciéndole estremecer ante cualquier crujido del suelo. Luego, se convirtió en el fondo de su vida. ¿Aburrido? Sí. ¿Insoportablemente vacío? Claro. Pero, ¿qué remedio? Así era la voluntad del destino, y contra eso no se podía luchar.

Las mujeres del pueblo, claro, lo miraban con interés. Esteban era un hombre apuesto, trabajador, con una casa bien puesta y, además, sin hijos, lo que en el pueblo se consideraba casi un billete de lotería ganador. Le mandaban casamenteras, le insinuaban indirectas, algunas, aún jóvenes, le ofrecían directamente «hacer familia». Pero él las rechazaba a todas, como si ahuyentara moscas molestas.

«Echo de menos a mi Lidia», les explicaba a los vecinos, mirando más allá de sus cabezas, hacia la nada. «Ella, desde allá arriba, lo ve todo. No le gustaría que trajera a otra mujer a su casa. No querría que una extraña ensombreciera su memoria».

Pero, en el silencio de sus pensamientos, razonaba de otra manera: «Para vivir juntos, tiene que haber al menos un chispa. Una gota de simpatía. Y eso no existe. Y yo, al parecer, aún no estoy preparado. Mi alma no se ha recuperado, no ha vuelto a la vida».

Después de la muerte de su esposa, vendió la vaca ¿para qué tanta leche solo? Aquella buena vaca le daba un cubo cada mañana y tarde. La vendió a un pueblo vecino, con un dolor en el pecho como si hubiera traicionado a otro ser vivo ligado a Lidia. Pero en verano seguía criando un ternero o una vaquilla, para la carne. Así vivía: su propia carne, sus huevos, la leche que compraba o recibía como limosna de la vecina Anisia, que lo miraba con muda compasión.

Estebanico cojeaba. Hacía mucho, en su juventud, un caballo desobediente le había roto una pierna. El hueso sanó torcido, pero él se encogió de hombros nunca tuvo tiempo de quejarse. La cojera se convirtió en parte de él, y en los últimos años apareció un bastón tallado, de roble, un regalo de Lidia. Nadie reparaba ya en su paso tambaleante, como si siempre hubiera sido así.

Aquel día, estaba sentado a la mesa del comedor, solo, sirviéndose un plato de sopa recién hecha. El verano era sofocante, el aire ardía sobre la tierra. La puerta del corral estaba abierta de par en par, dejando entrar el aire caliente y pesado. De repente, una sombra cruzó el rectángulo de luz solar en el suelo.

«¡Hola, Estebanico! ¡He venido a verte! ¡La puerta estaba abierta, así que entré sin permiso!», resonó la voz de Arturo, el vecino de dos casas más allá, fuerte como una campana. Arturo era mucho más joven, lleno de energía inagotable y de planes que Esteban no entendía.

«Hola», murmuró el dueño de la casa. «¿Quieres sopa? Recién hecha. Si le echas cebolla verde, no podrás dejarla. Vamos, hazme compañía».

«¡Claro que sí! ¡Me encanta tu sopa! Aunque haga calor, lo caliente siempre reconforta. Luego nos refrescaremos».

Mientras devoraba la sopa, Arturo lo miraba de reojo, con expresión astuta.

«Oye, Estebanico, deberías casarte. No es cosa de reyes estar solo frente al fogón. Una mujer te haría la sopa, te arreglaría la cama y bueno, ya me entiendes».

«¿Te has vuelto casamentero?», sonrió Esteban. «¿Ya tienes una novia para mí?».

«¿Y qué, no sería bueno? ¿Cuánto tiempo más vas a andar de viudo amargado? Eres un hombre exigente, podrías vivir con alguna belleza y darte la buena vida».

«No basta con que una mujer simplemente esté», dijo Esteban con voz tranquila pero firme. «Tiene que haber conexión. Que nos entendamos sin palabras. Que con una mirada, todo quede claro».

«¡Ay, la conexión!», Arturo agitó la mano. «¡Si ya pasas de los setenta! ¿Qué conexión ni qué nada? A tu edad, lo importante es tener a alguien cerca, que te cuide, que te sirva el té si hace falta. ¡Piensa en el futuro!».

«¿El futuro?», Esteban dejó la cuchara y lo miró fijamente. «¿Crees que ya estoy acabado y que me conformaría con cualquiera? No, Arturo. Todavía puedo elegir. Y por ahora, viviré como quiero».

«¡No era eso lo que quería decir! ¿Te he ofendido?», se apresuró a decir Arturo. «¡Solo quiero tu bien! Por eso empecé esta conversación. Verás, tengo a una tía, Águeda. Vive en el pueblo de al lado, en Valdeagua. ¡Una mujer fogosa! No es vieja, es trabajadora hasta la médula. Tiene un cerdo, gansos, una vaquilla. Y es guapa, bien plantada. ¡Hasta el nombre es bonito, Águeda! Hace poco fui a verla. Es vivaracha, enérgica, y está sola. ¿Qué te parece si vamos a visitarla? La conoces. Si te gusta, asunto resuelto. La traemos aquí. ¿Eh?».

«¿Qué importa el nombre?», suspiró Esteban. «Habrá que vivir bajo el mismo techo, llevar la casa. Las mujeres de ahora se quieren más a sí mismas que al trabajo. ¿Querrá ella ocuparse de la huerta, del ganado? Ahora solo quieren que el hombre las mime, que las lleve en brazos. Y yo ya no soy ese galán. Además, a mi edad, eso de ir de pretendiente me da vergüenza».

«¡Déjate de tonterías! Iré contigo. Es mi parienta, ¡así casi seremos familia! Tú me conoces, yo te conozco.

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Siete largos años han pasado desde que la tierra se tragó el cuerpo de Lidia. Siete años de silencio que resonaban en los oídos más fuerte que cualquier música, y de soledad que se impregnó en las paredes de la casa como el olor a humo de leña.
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