¡No te atrevas a tocarla!

¡No la toques!

La madre llamó y, con una voz frágil y temblorosa, susurró:
Cristina, ¿puedes venir…?

El corazón de Cristina se hundió en el estómago. Recordó ese mismo tono de voz cuando falleció el abuelo. Aquel día, toda la familia se apresuró a buscar ropa negrasolo Álvaro, su hermano mayor, la tenía, pues en su adolescencia solo vestía de oscuro. Luego, un viaje interminable en un tren sofocante y horas perdidas en un piso ajeno y lúgubre. El abuelo fue pintor, con muchos conocidos, pero al final, solo su hijala madre de Cristinaestuvo allí para enterrarlo. Y esa voz, idéntica a la de ahora.

¿Qué ha pasado? preguntó nerviosa, imaginando la reacción de Javier si la boda debía posponerse otra vez. La primera vez fue porque se fue a esquiar con amigas y se rompió una pierna. Javier gritó tantosus padres ya habían comprado los billetes, pedido días libres, y ella… Él se lo advirtió: «No vayas si no sabes ni esquiar».

Pero ahora no era culpa suya. Aun así, la culpa la ahogaba.

La abuela está enferma. Acabamos de volver del hospital. Los análisis no son buenos.

Cristina sabía que su abuela se había hecho pruebas. Si su madre hubiera empezado por eso, se habría asustado, pero así… Hasta se sintió aliviada: si nadie había muerto, la boda no se cancelaría. Al contrario, debían darse prisa, mientras la abuela aún…

Un nudo en la garganta. Era aterrador pensarlo. La abuela siempre estuvo ahí. Su madre le contaba cómo, cuando el abuelo las abandonó, dejándolas en la miseria, ella trabajó turnos interminables para que su hija no careciera de nada. Y ahora, con su exigua pensión, seguía ayudando a todos.

Voy ahora mismo.

La abuela, pese a todo, bromeaba:
Tranquila, cariño. Me harán quimio, quizá funcione. Lástima perder la coleta, llevo toda la vida con ella…

Su melena era espesa, larga, aunque ahora canosa.

¿Te la tiñes para la boda? propuso Cristina. ¡Serás la más guapa!

La abuela sonrió, pero enseguida buscó su bolso para darle dinero.

¡No, abuela, yo me lo pago!

Tonterías, con lo cara que está la boda. Toma, no discutas. Ah, y tengo un regalo.

Rebuscó en el armario hasta sacar un paquete rosado:
Tres meses tejiendo… Los ojos ya no son lo mismo.

Dentro había una mantilla blanca, delicada, algo anticuada pero hermosa. Cristina supo que la llevaría el día de su boda.

¡Es preciosa, gracias!

Tu madre dijo que no te la pondrías murmuró la abuela, dolida. Nunca le gustó nada…

Su voz tembló. Cristina mintió al instante:
Fue sin querer, ella misma lo dijo.

Pasaron la tarde charlando, tomando té y tiñendo el pelo. El teléfono de Cristina, olvidado en el pasillo, acumulaba notificaciones. Alguien llamó a la puerta: era Álvaro y su amigo íntimo, Adrián, con una caja. Dentro, un gatito atigrado de ojos curiosos.

¡Doña Carmen, mire lo que traemos! gritó Adrián.

La abuela lo vio… y rompió a llorar.

Hacía tres años que murió su gato, Simón. Un atigrado insolente que la acompañó doce años. Nunca quiso otro.

Adrián, ¿para qué? ¡Si me muero! ¿Quién lo cuidará?

Primero, nadie lo abandonará intervino Álvaro. Y segundo, ahora no puedes morirte.

¿Y de qué lo alimento? ¡Ni leche tengo!

¡Yo voy a comprar! se ofreció Cristina.

Voy contigo dijo Adrián.

No le apetecía estar a solas con él. Había algo en su mirada que la turbaba. Cuando le dio la invitación a la boda, él la tomó sin sonreír:

Qué pena. Yo aún esperaba tener una oportunidad.

Pero no quiso discutir delante de la abuela. Álvaro no tenía sentido que fuera… Así que salieron juntos.

Afortunadamente, Adrián apenas habló. Solo dijo:

Siento mucho lo de tu abuela. Ojalá se recupere.

Y cuando ella preguntó si Javier iría a la boda, respondió:

Claro.

Nada más. Aunque ella vio que quería añadir algo.

Compraron un pastel y empanadillas, que la abuela criticó: «Yo las hago mejores». Álvaro elogió su nuevo color de pelo; Adrián pidió ver la mantilla y la miró embelesado. Fue una tarde agradable, aunque la madre no estuvoturno de noche.

Al revisar el móvil, Cristina vio los mensajes de Javier. Había olvidado la cena con sus padres. Él estaba furioso.

Te dije que venía a ver a la abuela. Le han diagnosticado…

Ya ha vivido lo suyo cortó él. No arruines nuestro día. ¿Sabes cómo se ha puesto mi madre?

Tuvo que volver corriendo a calmarlo. Álvaro la llevó; Adrián se quedó con la abuela.

En casa, la discusión fue brutal. Javier la tachó de irresponsable, de no priorizar. Al ver la mantilla, la llamó «horrorosa» y prohibió que la usara.

Las peleas continuaron hasta la boda. La víspera, ingresaron a la abuela. Cristina sugirió cancelar, pero Javier le espetó:

¡Todo está pagado! Los invitados ya vinieron. La abuela no falta en nada.

Sabía que a Javier no le gustaba la mantilla, pero las fotos quedarían para siempre. Tres meses tejiendo… No podía defraudarla.

Hija, ¿por qué llevas eso? su madre se quejó. Con lo bonito que es tu vestido…

Se echó a llorar. Cristina la calmó mientras llegaba el novio.

Llamó a la abuela:

¿Podríais venir? Quiero verte.

¡Por supuesto! aunque dudaba que Javier accediera. ¿Y el gatito?

Adrián se lo llevó. Es un buen chico…

Él mismo los llevaría despuésÁlvaro prometió emborracharse.

Al ver la mantilla, Javier estalló:

¡Quítate eso! ¡Es un asco!

Amigos, familiares, todos observaban. Cristina enrojeció.

Para ya. Es mi boda.

¡Y mi esposa me obedecerá!

¡Aún no lo soy!

De pronto, lo entendió: no quería casarse con él. No soportaría más críticas, más doblegarse…

Quiero ver a mi abuela.

¿Estás loca? bufó Javier, agarrándola del brazo con fuerza.

¡No la toques! rugió una voz.

Era Adrián, con los ojos encendidos.

Lárgate espetó Javier. ¡Es mi mujer!

Entonces Álvaro intervino: un puñetazo en la nariz. Tomó a Cristina de la mano:

¿Vamos a ver a la abuela?

Gritos, insultos… Pero a ella ya no le importaba. Miró a Adrián, quien, sin palabras, los siguió por las escaleras adornadas de globos.

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¡No te atrevas a tocarla!
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