Hereditó una casa en medio de un lago… Pero lo que descubrió en su interior le cambió la vida para siempre.

El teléfono sonó en el apartamento mientras Javier Márquez freía una tortilla en la sartén. El aroma a ajo y mantequilla derretida llenaba la cocina. Secó sus manos en un trapo y lanzó una mirada irritada a la pantalla: el número era desconocido.

«¿Dígame?» respondió cortante, sin apartar los ojos de la sartén.

«Don Javier Márquez, soy el notario de su familia. Debe venir a mi despacho mañana por la mañana. Es un asunto de herencia. Hay documentos que firmar.»

Javier dudó. Sus padres vivían y estaban sanos, ¿de quién podía heredar algo? Ni siquiera hizo preguntas. Asintió en silencio, como si el interlocutor pudiera verle, y colgó.

La mañana siguiente amaneció gris y brumosa. Mientras conducía por las calles de Madrid, su confusión inicial se convirtió en fastidio. El notario ya le esperaba en la entrada del despacho.

«Pase, Javier. Sé que esto le resultará extraño. Pero si fuera algo rutinario, no le habría molestado en su día libre.»

El despacho estaba vacío. Lo habitual era el bullicio de secretarios y clientes, pero ahora solo el eco de sus pasos sobre el suelo de madera rompía el silencio. Javier se sentó frente al escritorio, cruzando los brazos.

«Esto concierne a su tío, Emilio Vázquez.»

«No tengo ningún tío llamado Emilio», objetó al instante.

«Sin embargo, le ha dejado en herencia todas sus propiedades.» El notario colocó con cuidado frente a él una llave vieja, un mapa amarillento y una hoja con una dirección. «Una casa en medio de un lago. Ahora le pertenece a usted.»

«Disculpe ¿Está hablando en serio?»

«La casa está en el centro de la Laguna de los Lirios, en la sierra de Guadarrama.»

Javier tomó la llave. Pesada, con un dibujo desgastado. Nunca había oído hablar de ese hombre ni de ese lugar. Pero algo dentro de él hizo clic, ese instante en que la curiosidad vence al sentido común.

Una hora después, su mochila llevaba un par de camisetas, una botella de agua y algo de comida. Según el GPS, la laguna estaba a cuarenta minutos de su casa. ¿Cómo era posible que no supiera de su existencia?

Cuando la carretera terminó, se abrió ante él un lago sombrío, inmóvil, como un espejo. En su centro se alzaba una casa, enorme y oscura, como surgida de las aguas.

Viejos con tazas de café observaban desde la terraza de un bar junto al agua. Javier se acercó.

«Perdonen, ¿saben quién vivía en esa casa del lago?»

Uno de ellos dejó su taza lentamente.

«Aquí no hablamos de ese sitio. No vamos allí. Debería haber desaparecido hace años.»

«Pero alguien vivía, ¿no?»

«Nunca hemos visto a nadie en la orilla. Solo de noche se oyen los remos. Alguien lleva suministros, pero no sabemos quién. Y no queremos saberlo.»

En el embarcadero había un cartel descolorido: «Barcas de Lola». Dentro, una mujer de rostro cansado le recibió.

«Necesito una barca para llegar a esa casa en medio del lago», dijo Javier, mostrando la llave. «La he heredado.»

«Nadie va allí», respondió ella, fría. «Asusta a la gente. A mí también.»

Pero Javier no cedió. Insistió hasta que ella, finalmente, accedió.

«Está bien. Le llevaré. Pero no esperaré. Volveré mañana.»

La casa se alzaba sobre el agua como una fortaleza olvidada. El embarcadero crujió bajo sus pies. Lola ató la barca con desgana.

«Hemos llegado», murmuró.

Javier pisó la plataforma tambaleante y quiso darle las gracias, pero la barca ya se alejaba.

«¡Buena suerte! Espero que mañana siga aquí», gritó antes de perderse en la niebla.

Ahora estaba solo.

Introdujo la llave en la cerradura. Giró con facilidad. Un clic sordo, y la puerta se abrió con un chirrido.

Dentro olía a polvo, pero también a algo fresco. Grandes ventanales, cortinas gruesas y retratos. Uno llamó su atención: un hombre junto al lago, con la casa detrás. La inscripción decía: «Emilio Vázquez, 1964».

En la biblioteca, las paredes estaban forradas de libros con anotaciones en los márgenes. En el estudio, un telescopio y cuadernos meticulosamente ordenados: observaciones, registros meteorológicos, el último fechado el mes anterior.

«¿Qué buscaba?», susurró.

En el dormitorio, docenas de relojes parados. Sobre el tocador, un medallón. Dentro, una foto de un bebé con la inscripción: «Márquez».

«¿Me vigilaba? ¿A mi familia?»

En el espejo, una nota: «El tiempo revela lo que parecía olvidado.»

En el desván, cajas con recortes de periódico. Uno estaba marcado en rojo: «Niño de Alcalá desaparece. Aparece días después ileso.» El año: 1997. Javier palideció. Era él.

En el comedor, una silla estaba apartada. Sobre ella, su foto del colegio.

«Esto ya no es solo extraño», murmuró, sintiendo cómo el caos invadía su mente.

El estómago le retorcía de ansiedad. Comió algo de una lata encontrada en el armario y subió a una de las habitaciones. Las sábanas estaban limpias, como esperando a alguien desde hacía mucho. Fuera, la luna plateaba el lago, y la casa parecía respirar con el vaivén del agua.

Pero el sueño no llegó. Demasiadas preguntas. ¿Quién era Emilio Vázquez? ¿Por qué nadie hablaba de él? ¿Por qué sus padres nunca mencionaron a un hermano? ¿Y por qué esa obsesión con él?

Cuando al fin cayó en un sueño inquieto, la oscuridad en la casa era absoluta. La clase en la que los tablones crujen como pasos y las sombras parecen moverse.

Un golpe metálico lo despertó de golpe. Se incorporó en la cama. Un segundo ruido, como si una puerta se hubiera abierto en la planta baja. Agarró el móvil: sin cobertura. Solo sus ojos asustados reflejados en la pantalla.

Tomó una linterna y salió al pasillo.

Las sombras eran más densas, casi palpables. Cada paso resonaba con un mudo terror. En la biblioteca, los libros parecían recién movidos. La puerta del estudio estaba abierta. Una corriente fría salía de detrás de un tapiz en la pared, que antes no había visto.

Lo apartó. Tras él, una puerta de hierro.

«No puede ser», susurró, pero sus dedos tocaron el pomo helado.

La puerta cedió con esfuerzo. Tras ella, una escalera de caracol descendía bajo la casa, bajo el agua. Con cada peldaño, el aire se hacía más húmedo, más denso, mezclado con sal, metal y algo antiguo, como entrar en la historia.

Abajo, un pasillo con armarios y cajones. Las etiquetas decían: «Genealogía», «Correspondencia», «Expediciones».

Uno de ellos estaba marcado: «Márquez».

Con manos temblorosas, Javier lo abrió. Dentro, cartas. Todas dirigidas a su padre.

«Lo intenté. ¿Por qué no respondes? Esto es importante para él. Para Javier»

«Así que no desapareció. Escribió. Quería saber de mí», susurró.

Al final del pasillo, otra puerta maciza. «Archivo Vázquez. Solo personal autorizado.» No tenía pomo, solo un lector de palma. Una nota al lado: «Para Javier Márquez. Solo para

Оцените статью
Hereditó una casa en medio de un lago… Pero lo que descubrió en su interior le cambió la vida para siempre.
Женщина, предпочитавшая чужих своих