¡No vuelvo con ese perro! ¡Prefiero vivir en un sótano antes que con él!
Mamá, ¡pues vete al sótano! ¡Que ya estoy yo a punto de divorciarme de ti también! exclamó Lucía, removiendo la avena con rabia.
¿Echando a tu madre de casa? Lidia se llevó una mano al corazón. ¡He dedicado mi vida entera a ti, y esto es lo que recibo! ¡Gracias por el cariño, hija!
Resoplando, la madre se marchó a su habitación. A la que compartían. Porque vivían los cuatro en un piso de una sola habitación, donde desde hacía tres meses era imposible respirar en paz.
Lucía nunca imaginó que acabaría metida en semejante drama. La gente a su alrededor se separaba y volvía a juntarse, pero sus padres siempre habían sido un modelo a seguir. Hacía poco celebraron sus bodas de rubí, cuarenta años juntos, y ahora su madre ni quería ver a su padre.
Un día, su madre apareció en su casa con maletas y anunció que se divorciaba.
¡¿Te lo puedes creer?! ¡Me ha puesto los cuernos con una enfermera descarada! soltó Lidia, sin aliento entre la indignación y la subida por las escaleras. ¡Como si a su edad tuviera que andar detrás de mocosas de cuarenta! ¡Un donjuán de pacotilla!
Mamá, ¿en serio? ¿Estás segura? ¿No será un malentendido? Lucía la miró fijamente, incrédula.
Lidia siempre había sido exagerada, inventándose historias a partir de rumores. Pero esta vez no era el caso.
¡Sí, claro, malentendido! ¡Las fotos que vi en su móvil no se las manda a cualquiera! ¡Ya podía estar tranquilo en sus últimos años, pero no!
Lucía decidió ocuparse de eso más tarde. Primero tenía que calmar a su madre. La sentó, le preparó un té y habló con ella. Le dijo que, incluso si era verdad, no era el fin del mundo. Que a mucha gente le pasaba. Que la ayudaría a superarlo.
Pero no contaba con que su madre se lo tomaría al pie de la letra. Ni imaginaba en qué lío se metía.
Desde entonces, Lidia se instaló en casa de su hija. El problema era que Lucía ya tenía su propia familia: su marido, Javier, y su hijo, Pablo, de apenas cinco años, en esa edad en la que todo lo tocan y todo lo preguntan.
Al principio, Lucía intentó llevarlo con paciencia, incluso buscándole el lado positivo. Pero no lo encontraba. ¿Ayuda con su hijo? Trabajaba desde casa y podía ocuparse sola. ¿La comida? A su madre le encantaban los guisos pesados, que ella evitaba por su figura y su marido por salud. ¿La limpieza? Tenían ideas muy distintas de lo que era estar ordenado.
Y eso no era lo peor.
Venga, es hora de cambiar las sábanas. Y a Pablo también, aunque lo haréis por la mañana anunció Lidia a las once de la noche, justo cuando Lucía y Javier querían ver una película juntos.
¿Ahora mismo? Mamá, Pablo está dormido. ¿Cómo vamos a hacerlo a oscuras?
No pasa nada. Con la luz del pasillo basta. Lo hacéis en silencio y luego a dormir. ¡Esto tenía que estar hecho de día! No podéis vivir así, ¡esto va a llenarse de ácaros!
En esos momentos, Lidia se ponía manos a la cintura y escudriñaba la habitación, buscando algo más que añadir a la lista de tareas.
Lucía suspiraba, pero lo hacía. Estaba acostumbrada a las manías de su madre y sabía que si se negaba, vendrían los reproches. Lidia nunca se rendía y era una mujer de armas tomar. Lucía, en cambio, había crecido siendo más complaciente.
A Javier no le entraba en la cabeza tanta obsesión por el orden.
Cariño, ¿no puedes decir que no? le preguntaba cuando estaban solos.
Bueno Es mi madre. Ya la conoces respondía tímidamente Lucía.
La conozco. Pero esta es nuestra casa y nuestras reglas. Cariño, me está agotando
Aguanta un poco más. Necesitan tiempo con papá. Todo se resolverá
Pero en su voz no había convicción. Ya había hablado con su padre, y él admitió su error.
No sé qué me pasó Quizá quería comparar. Tu madre ha sido la única mujer en mi vida. Pero ahora no sé dónde meterme. La quiero, sí, pero ¿crees que me va a escuchar?
Lucía, la verdad, entendía a su madre. Ella tampoco habría perdonado una infidelidad, aunque fuera una tontería pasajera. Lidia tenía todo el derecho a divorciarse. Pero no hacía nada. Solo esperaba, como si el problema fuera a desaparecer solo.
Y la situación empeoraba. Lidia empezó a pensar que su yerno se estaba relajando demasiado.
En su casa, las tareas se repartían. Su padre barría, limpiaba el baño cada semana, fregaba los platos y hasta hacía cocido. Participaba en las limpiezas generales, ayudaba con las ventanas y hacía la compra. Cosas que en muchas casas se consideraban «de mujeres».
En casa de Lucía era distinto. Javier ayudaba con los deberes de Pablo o lo llevaba a natación, pero el resto recaía en ella. Y tenía sentido, porque él era el principal sustentador de la familia, ahora también de su suegra. Lucía trabajaba, pero solo unas horas al día desde casa. Su dinero era para sus caprichos.
Pero Lidia no veía la diferencia.
Cariño, lo tienes demasiado consentido le decía. Que haga algo por las noches, en vez de estar ti