De repente y sin esperarlo

Hace ya muchos años, en un barrio humilde de Sevilla, resonaron gritos estridentes que cortaban el silencio del atardecer.

¡Grita todo lo que quieras! ¡Dios mío, qué castigo habré cometido para merecer esto! escuchó Lucía al entrar en el portal, reconociendo al instante la voz borracha de su vecina del piso de arriba.

¡Mamááááá! se alzó entonces un llanto infantil, desgarrador, que le hizo apretar el corazón a Lucía con una pena familiar.

¡Te he dicho que te calles! ¡Cállate ya! ¿Qué más quieres? volvió a chillar la vecina, Carmen, seguido del estruendo de algo cayendo al suelo.

¡Mamááááá! repitió el niño entre sollozos.

Lucía pasó con cuidado frente a su propia puerta y subió unos escalones, dudando si llamar a esa mujer para ofrecerle ayuda. Pero vaciló

…Lucía se había casado joven, a los dieciocho, creyendo entonces que era por amor verdadero. Pero la vida conyugal no se pareció en nada a lo que había soñado. Al año, comprendió su error. Su marido, Francisco, pasaba las noches fuera, volviendo al amanecer con el aliento cargado de vino.

Al principio, aguantó, como tantas mujeres, convencida de que las cosas mejorarían. Pero las esperanzas se desvanecieron. Un día, como en esas novelas baratas, llegó antes a casa y encontró en el baño a una rubia desconocida.

No hubo escándalo. Solo recogió sus cosas y se marchó. Francisco ni la detuvo ni se disculpó. Lucía caminó por la calle con su bolso, sin saber adónde ir.

Podía haber ido con su madre, pero desistió al recordar el diminuto piso donde vivía con su padrastro y dos hermanos menores. Tampoco tenía amigas íntimas.

Mejor un hostal. Mañana busco un piso murmuró para sí.

Los faros de un coche iluminaron la acera.

¿Señorita, necesita ayuda? preguntó una voz masculina.

Era un hombre de unos cuarenta años, observándola con curiosidad.

No, gracias negó Lucía, apresurando el paso.

La lluvia arreció. Ningún comercio estaba abierto a esas horas.

Suba, la llevo donde necesite insistió el desconocido.

No, no Cerca estoy.

Vamos, como médico le digo que se va a resfriar.

Al final, cedió. El corazón le latía con fuerza.

¿Adónde vamos? preguntó él.

Pues

¿No lo sabe? adivinó él, mirando su bolso húmedo.

Lucía bajó la mirada, sintiendo el rubor en sus mejillas.

¡Venga, vamos a mi casa! dijo él de pronto, girando el volante.

Su corazón se aceleró aún más.

No ponga esa cara, no voy a hacerle nada. Tengo guardia en el hospital. Mañana resolvemos. Soy el doctor Álvaro Ruiz. ¿Y usted?

Lucía respondió, avergonzada de su torpeza.

Minutos después, envuelta en una manta y con un café entre las manos, Lucía buscaba pisos en su móvil mientras Álvaro salía al trabajo. La decoración de la casa revelaba que vivía solo.

Al día siguiente, encontró un estudio cercano a su trabajo por un precio razonable y firmó el contrato. Pero pronto descubrió el inconveniente: su vecina Carmen y sus juergas nocturnas.

¿Compraste el piso? le preguntó una vecina un día.

No, lo alquilo.

Menos mal. ¡Esa mujer de arriba es un desastre! Carmen, la llamamos. Cuatro hijos, todos de padres distintos. Vive de ayudas. Los mayores están en un centro

Sí, la he oído susurró Lucía.

Una tarde, decidió llamar a su puerta. Al abrirse, Carmen, despeinada y con ojos vidriosos, la increpó:

¿Qué quieres?

Soy su vecina Solo quería saber si necesita algo.

¿De la asistencia social venís?

No, escuché llorar al niño

¡Ese mocoso no para! Oye, ¿no tendrás doscientos euros?

Lucía le dio el dinero. Carmen desapareció corriendo.

Dentro, el caos reinaba. En el salón, un niño pequeño, Javier, se arrugaba en un sillón.

¿Dónde está tu mamá? preguntó Lucía con dulzura.

No sé

Le trajo comida de su piso, que el niño devoró. Al ver a Carmen regresar, Lucía se marchó, con el corazón encogido.

Al día siguiente, ambulancias y policías rodeaban el edificio.

¿Qué pasó? preguntó Lucía.

¡Carmen se pasó de la raya! contestó una vecina.

¿Y el niño?

Al orfanato, como los otros.

Lucía subió corriendo. Un policía la detuvo, pero al mencionar a Javier, la dejó pasar. Una trabajadora social hablaba con él.

¿Adónde lo llevan? preguntó Lucía.

A un centro. No hay familiares.

¿Y yo?

¿Es pariente?

No, vecina.

Pues habría que ver.

Lucía empezó a visitar a Javier, llevándole dulces y juguetes. Pronto, se encariñaron. Pero las autoridades le negaron la adopción: sin marido, sin piso propio

Un día, tras otro rechazo, Álvaro la encontró llorando en una cafetería.

¿Te pasa algo?

¡Álvaro! No te había visto

Yo a ti sí. Vengo mucho aquí.

Comenzaron a salir. Él confesó que no podía tener hijos. Antes de casarse, Lucía le habló de Javier. Juntos, lograron adoptarlo, dando al niño no solo el apellido Ruiz, sino también el amor que nunca había conocido.

Y así, en aquel barrio sevillano, una familia nació de la más inesperada de las casualidades.

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De repente y sin esperarlo
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