Tengo ocho años y mi sitio favorito del mundo es la Plaza Mayor. No por los columpios viejos ni por la arena llena de hojas caídas, sino por don Joaquín.
¡Hola, pequeño! me grita desde su banco cuando me ve llegar corriendo después del colegio.
Don Joaquín tiene el pelo blanco como la nieve, lleva siempre una boina gris y sus manos están llenas de arrugas, más que ninguna otra que haya visto. Pero son manos buenas, que saben hacer aviones de papel y que me enseñaron a chiflar con los dedos.
Mamá, ¿puedo ir a la plaza? le pregunto todas las tardes.
Una hora, Álvaro. Ni un minuto más contesta sin levantar la vista de sus papeles.
Mamá siempre está trabajando. Dice que tiene que mantener la casa sola desde que papá se marchó. Nunca me pregunta qué hago en la plaza ni con quién hablo.
Don Joaquín me cuenta historias increíbles. Dice que cuando era joven recorrió medio mundo, que conoció a piratas en las Canarias y que una vez cenó con un duque en Madrid.
¿De verdad conociste a un duque? le pregunto mientras compartimos las magdalenas que él siempre trae.
Tan cierto como que estás aquí conmigo responde con un guiño. Pero el verdadero tesoro que encontré en mis viajes no eran joyas ni riquezas.
¿Qué era?
Era una familia. Una esposa maravillosa y un hijo que se parecía mucho a ti cuando era pequeño.
Cuando dice eso, se le apaga la voz. Sus ojos verdes, que siempre brillan al verme, se entristecen como el cielo antes de una tormenta.
¿Dónde están ahora?
Mi mujer está en el cielo suspira. Y mi hijo… bueno, a veces las familias se rompen, chaval. Como un jarrón que se cae y se hace añicos.
Pero los jarrones rotos se pueden pegar.
Los jarrones, sí sonríe con tristeza. Las familias son más difíciles.
Llevamos tres meses siendo amigos cuando don Joaquín me da una sorpresa.
Toma, esto es para ti dice, sacando una caja de madera del bolsillo de su chaqueta.
Dentro hay un reloj de bolsillo dorado, antiguo y pesado.
Era de mi padre, y del padre de mi padre me explica. Algún día será tuyo, cuando seas mayor.
¿Por qué me lo das a mí?
Porque eres especial, Álvaro. Más de lo que crees.
Esa noche le enseño el reloj a mamá. Nunca la había visto palidecer tanto.
¿De dónde has sacado esto? me grita, arrebatándomelo de las manos.
Me lo ha dado don Joaquín, mi amigo de la plaza.
¿Don Joaquín? ¿Cómo es ese hombre?
Le describo a mi amigo: alto, pelo blanco, ojos verdes, siempre lleva boina gris.
Mamá se sienta en la cocina y se queda mirando el reloj un buen rato, como si fuera una araña venenosa.
Álvaro, no quiero que vuelvas a esa plaza. ¿Me has oído?
¿Por qué?
Porque lo digo yo. Y dame ese reloj.
¡No! ¡Es mío! ¡Don Joaquín me lo ha regalado!
Mamá me lo quita y lo guarda en un cajón bajo llave.
Ese hombre es peligroso. No quiero que te acerques a él jamás.
Durante una semana, mamá me lleva y me recoge del colegio. No me deja ir solo a ningún lado. Me siento como un preso.
¿Por qué no puedo ver a don Joaquín? le pregunto cada día.
Porque es un embustero responde. Y los embusteros hacen daño a los niños.
Pero yo sé que don Joaquín no miente. Sus ojos son sinceros, y me enseñó que los mentirosos no miran a la cara cuando hablan.
El viernes, me escapo. Le digo a mamá que voy al baño en el recreo y echo a correr hacia la plaza.
Don Joaquín no está en su banco. Le pregunto a la señora que vende flores si lo ha visto.
Ay, cariño dice con pena. Don Joaquín se puso enfermo. Se lo llevaron al hospital hace tres días.
¿Al hospital? ¿Cuál?
Al Hospital General, pero…
No la dejo terminar. Salgo corriendo.
El Hospital General está a seis calles. Llego agotado y sin aliento. En recepción, una enfermera me dice que don Joaquín está en la habitación 204.
Lo encuentro en una cama blanca, rodeado de máquinas que pitan. Parece más pequeño sin su boina.
¡Don Joaquín! grito.
Abre los ojos y sonríe, pero es una sonrisa débil.
Chaval… sabía que vendrías.
¿Estás muy enfermo?
Un poco dice, intentando incorporarse. Acércate, tengo algo importante que decirte.
Me acerco y me coge la mano con sus dedos fríos.
Álvaro, ¿sabes cuál es tu apellido completo?
Álvaro López Martínez.
¿Y sabías que Martínez era el apellido de tu padre?
Sí, mamá me lo dijo.
¿Sabías que mi apellido también es Martínez? Joaquín Martínez.
Tardo unos segundos en entenderlo.
¿Eres… eres mi familia?
Las lágrimas le caen por sus mejillas arrugadas.
Soy tu abuelo, chaval. Tu padre era mi hijo.
El mundo se me da la vuelta. Todo cobra sentido: por qué me regaló el reloj, por qué decía que yo era especial, por qué se ponía triste al hablar de su familia.
¿Por qué mamá no me lo dijo?
Don Joaquín… mi abuelo… suspira hondo.
Cuando tu padre murió, tu madre y yo discutimos muy feo. Por dinero, por propiedades… cosas de adultos que no importan. Ella se enfadó tanto que me prohibió verte. Se mudó de casa, de barrio, para que no pudiéramos encontrarlos.
¿Entonces papá sí tenía familia?
Tenía un padre que lo adoraba. Y que ahora te adora a ti, aunque hayamos tenido tan poco tiempo juntos.
¿Por eso me regalaste el reloj?
Era de tu bisabuelo, luego mío, luego de tu padre. Ahora te pertenece a ti.
En ese momento entra mamá corriendo, furiosa y asustada.
¡Álvaro! ¡Te he buscado por todas partes!
Se detiene al ver a mi abuelo. Se miran en silencio, sin palabras.
Isabel dice mi abuelo con voz suave.
Joaquín responde mamá, con la voz quebrada.
Mamá le digo, ¿por qué no me dijiste que don Joaquín era mi abuelo?
Mamá se sienta junto a la cama y se tapa la cara con las manos.
Porque estaba enfadada susurra. Muy enfadada.
¿Por qué?
Cuando murió tu padre, tu abuelo y yo nos peleamos por todo. Por la casa, por el negocio, por el dinero del seguro. Yo pensé que él solo quería quitarme cosas, no que quisiera conocerte.
Nunca quise quitarte nada, Isabel dice mi abuelo. Solo quería conocer a mi nieto.
Lo sé llora mamá. Lo sé, y me avergüenzo. Estos tres años estuvo solo, y Álvaro creció sin conocer a su familia.
No estuve solo estos meses sonríe mi abuelo. Tuve al mejor nieto del mundo jugando conmigo en la plaza.
¿Sabías quién era yo? le pregunto.
Desde el primer día. Eres idéntico a tu padre de pequeño. Los mismos ojos,