No tengo adónde ir

¡No vuelvo con ese perro! ¡Prefiero vivir en un sótano antes que con él!

Mamá, ¡pues vete al sótano! ¡Que contigo me voy a divorciar yo también! exclamó Lucía, removiendo la avena con gesto indignado.

¿Echas a tu madre de casa? Isabel se llevó una mano al pecho. ¡Te he dedicado mi vida, y esto es lo que recibo! ¡Gracias, hija, por tu cariño!

Resoplando ofendida, la madre se marchó a su habitación. A la que compartían, claro. Porque vivían los cuatro en un piso de 50 metros, donde en los últimos tres meses no había intimidad posible.

Lucía jamás imaginó que acabaría metida en semejante drama. Los demás se divorciaban y se reconciliaban, pero sus padres eran el ejemplo a seguir. Hacía poco, Isabel y Manuel habían celebrado sus bodas de rubí, cuarenta años juntos, y ahora su madre no podía ni verlo.

Hasta que un «maravilloso» día, apareció en casa de su hija con maletas y anunció que se divorciaba.

¡¿Te lo imaginas?! ¡Me ha puesto los cuernos con una enfermera frescachona! soltó Isabel, sin aliento entre la indignación y las escaleras. ¡A sus años, persiguiendo cuarentonas! ¡Don Juan de pacotilla!
Mamá, ¿en serio? ¿Estás segura? ¿No será un malentendido? Lucía la miró con los ojos como platos.

Isabel siempre había sido exagerada, convirtiendo rumores en verdades absolutas. Pero esta vez, por desgracia, no era el caso.

¡Ah, claro, un malentendido! ¡Las fotos que vi en su móvil no se las manda a cualquiera! ¡Está chocho, pero no para tonterías!

Lucía decidió ocuparse más tarde. Primero, calmarla. La sentó, le preparó un té y habló con ella. Le decía que, aunque fuese cierto, no era el fin del mundo. Que a muchas les pasaba. Que la ayudaría.

Quién iba a decir que la madre se lo tomaría al pie de la letra. Lucía no sabía en qué lío se metía.

Desde ese día, su madre vivió con ellos. El problema era que Lucía tenía su propia familia: su marido, Adrián, y su hijo Javier, de cinco años, justo en esa edad de tocar todo y preguntar por qué los pájaros no llevan gafas.

Al principio, Lucía intentó ver el lado positivo. ¿Ayuda con el niño? Ella teletrabajaba y le bastaba. ¿Cocina? A Isabel le encantaban los guisos con más grasa que un churrasco, que Lucía evitaba por la línea y Adrián, por el colesterol. ¿Limpieza? Cada una entendía el orden a su manera.

Y eso era solo el principio.

Oye, es hora de cambiar las sábanas. Las de Javier también, pero eso mañana anunció Isabel a las once de la noche, cuando la pareja quería ver una película.
¿Ahora? Mamá, Javi está dormido. ¿Cómo lo hacemos a oscuras?
Pues con la luz del pasillo. No pasa nada. Lo hacéis en silencio y a dormir. ¡Esto hay que hacerlo de día, pero vosotros siempre dejáis todo para después! ¡Sin mí no sois nadie! ¡Aquí van a criar ácaros de tanto polvo!

En esos momentos, Isabel se ponía manos en caderas y escudriñaba la habitación, buscando más tareas para la familia.

Lucía suspiraba, pero obedecía. Conocía las manías de su madre y sabía que discutir solo traería más reproches. Isabel era una luchadora incansable y bastante pícara. Lucía, en cambio, había crecido más complaciente.

Adrián no entendía tanta obsesión.

Cariño, ¿no puedes decir que no? preguntaba cuando estaban solos.
Bueno Es mi madre. Ya la conoces respondía ella, tímida.
La conozco. Pero esta es nuestra casa y nuestras normas. Empiezo a estar harto
Aguanta un poco más. Necesitan tiempo. Todo se resolverá

Pero Lucía no sonaba muy convencida. Ya había hablado con su padre. Él admitió su error.

No sé qué me pasó Quería comparar. Solo había estado con tu madre. Ahora no sé dónde meterme. La quiero, pero ¿cómo va a escucharme?

La verdad, Lucía entendía a su madre. Tampoco perdonaría una infidelidad, aunque fuese un lío pasajero. Isabel tenía derecho a divorciarse. Pero no hacía nada. Como si el problema se resolviera solo.

Y cada día era peor. Hasta que Isabel decidió que Adrián se relajaba demasiado.

En su casa, el trabajo se repartía. Su padre fregaba, limpiaba el baño cada semana, a veces preparaba cocido e incluso barría en las limpiezas generales.

En casa de Lucía era distinto. Adrián ayudaba con los deberes de Javier o lo llevaba a natación, pero el resto caía sobre ella. Era lógico: él mantenía la casa, y ahora también a su suegra. Lucía trabajaba desde casa, pero solo unas horas al día. Su sueldo era para caprichos.

Pero Isabel no lo veía así.

¡Lo tienes demasiado consentido! insistía. Que haga algo por las tardes, en vez de estar tirado. ¡Los hombres, si no les das faena, se distraen con cualquier cosa!
Mamá, gracias, pero nosotros nos arreglamos.

Isabel no escuchaba. Se empeñó en «reeducar» a su yerno.

Tú, quédate sentada le decía a Lucía cuando se levantaba a recoger la mesa. Adrián, ella lleva todo el día trabajando. Ni pide ayuda, pobrecita. Lava los platos, por favor.

Él fruncía el ceño, pero accedía. Pero su paciencia tenía límites. Empezaron las discusiones en privado, para que la suegra no las oyera.

Y tenía razón. Lucía lo sabía. Pero no sabía cómo solucionarlo.

Mamá, esto no puede seguir. ¿Qué vas a hacer? preguntó al segundo mes.
No sé. Algo se me ocurrirá. No tengo adónde ir respondió Isabel, tensa.
Claro que sí. Tenéis un piso a medias. Repartidlo.
¡No quiero nada de él! gritó, cruzando los brazos. Me las arreglaré sola. No pienso hablar con ese hombre.

Pero quienes se las arreglaban eran Lucía y Adrián. Y estaban agotados. Ella intentó insinuar que querían sus tardes en paz, que el piso era pequeño Nada funcionó. Hasta que un día, harta, buscó una habitación para su madre y le hizo las maletas mientras se duchaba.

¿Qué es esto? ¿Te vas de viaje? preguntó Isabel, secándose el pelo.
No, te vas tú. Te hemos alquilado una habitación. Lo que pudimos. En las películas el amor es bonito, pero en la vida real hace falta espacio.

Isabel protestó, gritó que la echaban, pero al final cedió. Le explicaron que le ayudarían dos meses, pero que no podían más.

¿O prefieres que acabemos como vosotros, repartiendo este piso? preguntó Adrián.

Isabel aceptó. Pero la felicidad duró poco.

¡¿Adónde me habéis metido?! gritó por teléfono tras la primera noche. ¡Aquí hay cucarachas como si fuesen de la familia! ¡La cocina no la limpian desde los tiempos de Franco! ¡Y el baño, mejor ni hablamos!
Mamá, hicimos lo que pudimos. Nadie te impide buscar algo mejor.

Pero lo que a Isabel le gustaba, no se lo podía permitir. Así que su postura cambió. Empezó a hablar de abogados y documentos. Hasta que un día

Ya estoy en casa. He vuelto anunció, como si f

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