«¡Mi hijo no es el padre de tu bebé!», gritaba la suegra exigiendo una prueba de ADN. Se quedó petrificada cuando el test reveló que ella no era la madre de su propio hijo.

¡Mi hijo no es el padre de tu niño! gritaba mi suegra, exigiendo una prueba de ADN. Se quedó petrificada cuando los resultados revelaron que ella no era la madre biológica de su propio hijo.

Toma dijo Teresa Iglesias, arrojando sobre la mesa un folleto publicitario doblado en cuatro. Léelo cuando tengas tiempo.

La página brillante se desplegó, mostrando una pareja sonriente con un bebé y un titular llamativo: *Centro de Genética Forense. Precisión del 99,9 %*.

Mi marido, Rodrigo, suspiró hondo y apartó el plato con la cena a medias. Miraba a todas partes menos a mí o a su madre.

Mamá, ya lo hablamos su voz sonaba baja, casi suplicante.

Teresa Iglesias lo ignoró por completo. Todo en ella los labios apretados, la mirada afilada estaba dirigido hacia mí. Como si me estuviera escaneando, buscando una grieta en mi defensa.

Solo quiero la verdad, Lucía. Por la paz de esta familia.

Sus palabras sonaban dulces, pero rezumaban amenaza.

Entrelacé los dedos bajo la mesa. El mes desde que nació nuestro pequeño Adrián se había convertido en un infierno llamado *»las dudas de mi suegra»*.

Recordé cuando, en nuestra boda, ella brindó por *»la importancia de la sangre limpia y el buen linaje»*. Entonces lo tomé como una rareza anticuada. Ahora entendía que era su credo.

Primero vinieron las insinuaciones, las miradas al color del pelo del niño, las preguntas sobre mi *»juventud revoltosa»*. Ahora pasaba al ataque directo.

¿Qué verdad, Teresa Iglesias? intenté que mi voz no temblara. Aquí está tu nieto. La viva imagen de Rodrigo.

¿La viva imagen? soltó una risa burlona. No lo veo. ¡Mi hijo no puede ser el padre de tu criatura!

Lo dijo en voz baja, pero con una seguridad helada que espesó el aire de la cocina. Rodrigo se estremeció, apartando por fin la vista de la pared.

¡Mamá! ¿Qué estás diciendo? ¡Basta ya!

¡Tú cállate! rugió ella. Te han engañado y ni te has enterado. ¡Criando al vástago de otro!

Me levanté. Las piernas me temblaban, pero seguir sentada era insoportable. Me sentía como en un juicio amañado.

Si estás tan segura ¿para qué quieres la prueba? pregunté, mirándola fijamente.

Fue un movimiento arriesgado. Esperaba que retrocediera. En cambio, sus labios se curvaron en una sonrisa voraz.

Para que no te quede ni un resquicio. Para que todos vean lo que eres. Para que mi hijo, por fin, despierte.

Me miraba con desprecio abierto. Para ella, yo no era su nuera, ni la madre de su nieto. Era basura que había que limpiar de su *»perfecta»* familia.

En ese momento, algo cambió dentro de mí. El miedo que me atenazaba dio paso a algo frío, afilado y claro.

Miré a mi marido. Cabizbajo, aplastado por el peso de su madre. No me había defendido. No había defendido a nuestro hijo.

Vale dije con una calma que hasta yo me sorprendió.

Teresa Iglesias se irguió, triunfante.

Harás tu prueba continué, rodeando la mesa hasta plantarme frente a ella. La haremos. Rodrigo, Adrián y yo. Pero con una condición.

Ella frunció el ceño, recelosa.

¿Cuál?

Que tú también te la hagas.

¿Yo? se quedó desconcertada. ¿Para qué?

Para probar que tienes algo que ver con esta familia, ya que te empeñas en destruirla corté en seco. Quizá tú eres la extraña. Lo comprobaremos. Todos.

Por un instante, la máscara de mi suegra se resquebrajó. La confusión se tornó en manchas rojas de rabia que le subieron por el cuello.

¿Cómo te atreves, mocosa? siseó, pero su voz ya no tenía aquella seguridad glacial. Mi golpe había dado en el blanco.

Me atrevo respondí firme. O así, o nada. ¿Quieres la verdad? Pues la tendrás entera.

Rodrigo me lanzó una mirada asustada. Suplicante: *»Lucía, para, no hace falta»*. Pero ya no podía parar.

Teresa Iglesias me clavó una mirada cargada de odio. Entendió que no cedería. Que su plan de humillarme públicamente se le resquebrajaba.

Vale escupió. Haré tu estúpida prueba. Pero cuando ese sobre se abra y todos sepan que ese niño es de otro yo misma tiraré tus cosas a la calle.

Dio media vuelta y salió dando un portazo que hizo temblar los vasos del aparador.

Rodrigo y yo nos quedamos solos. Me miraba como si le hubiera traicionado.

¿Por qué, Lucía? ¿Por qué la has metido en esto? Es mi madre.

Me ha humillado, Rodrigo. Ha insultado a nuestro hijo. Y tú seguiste sentado.

Es que está preocupada balbuceó, pasándose una mano por la cara. No lo hace con maldad.

*¿Sin maldad?* Esa mujer había minado mi vida, mi maternidad, nuestra familia mes tras mes. Y él lo llamaba *»preocupación»*.

Los tres días hasta la prueba fueron una tortura. Teresa Iglesias desplegó una guerra total. Llamaba a Rodrigo diez veces al día, llorando por cómo su *»único hijo»* había dudado de ella por culpa de *»esa zorra»*.

Él volvía del trabajo demacrado, evitando mi mirada.

Luego vino la artillería pesada: la prima segunda de Rodrigo, Rosario, me llamó.

Lucía, por Dios suplicó. Teresa ha acabado en urgencias por la tensión. ¿Cómo puedes tratar así a una madre? Ella lo ha dado todo por ustedes.

Colgué sin responder. Querían que me sintiera culpable. Que cediera. Pero su presión tuvo el efecto contrario.

El día de la prueba, viajamos juntos en el coche. Teresa se sentó atrás, como una reina, en silencio. Rodrigo apretaba el volante hasta blanquear los nudillos. Yo abrazaba la sillita con Adrián dormido.

En el centro médico, mi suegra actuó como una mártir. Suspiraba, ponía los ojos en blanco, respondía a la enfermera con dramatismo.

Al terminar, me atajó en el pasillo.

¿Contenta? siseó. Qué circo más barato.

Solo quiero que esto acabe respondí, exhausta.

Oh, esto no ha hecho más que empezar, niña sonrió torcida. No tienes idea de lo que haré cuando tenga ese sobre.

No respondí. Solo la miré. Y por primera vez, fue ella quien apartó la vista.

La semana de espera fue como la calma antes de la tormenta. Rodrigo y yo apenas hablábamos. La pared entre nosotros crecía cada día.

Sabía que no había vuelta atrás. Ese sobre sería nuestra sentencia.

Cuando llegó, Teresa apareció en diez minutos. Como si hubiera estado acechando. Entró sin permiso, con aire de juez listo para dictar condena.

¿Ahí está tu verdad? alargó la mano. Dámelo.

Pero no se lo entregué.

No, Teresa Iglesias. Lo abriré yo.

Despreció con la mirada, segura de su triunfo. Decidió asestar el golpe final.

Sabes, Lucía dulce y venenosa, incluso si ese papel dice lo que tú quieres para mí no cambiará nada. Siempre serás una intrusa.

Оцените статью
«¡Mi hijo no es el padre de tu bebé!», gritaba la suegra exigiendo una prueba de ADN. Se quedó petrificada cuando el test reveló que ella no era la madre de su propio hijo.
Последняя встреча…