¡No la toques!
Mamá llamó con una voz fina, casi infantil:
Cristina, ¿puedes venir…?
El corazón se le hundió en el estómago. Aquel tono lo había escuchado antes, cuando murió el abuelo. Entonces, toda la familia se apresuró a buscar ropa negra, porque solo Vicente, su hermano mayor, en plena adolescencia rebelde, la tenía. Después, el viaje en un tren sofocante y las horas perdidas en un piso ajeno, frío y lúgubre. El abuelo era pintor, tenía muchos conocidos, pero al final, solo su hija estuvo allí para enterrarlo. La voz de mamá sonaba igual ahora.
¿Qué pasa? preguntó Cristina, nerviosa, imaginando la reacción de Adrián si tenía que posponer la boda otra vez. La primera vez fue porque se fue a esquiar con las amigas y se rompió una pierna. Adrián le gritó tanto… Sus padres ya habían comprado los billetes, pedido días libres, y ella… Él se lo advirtió: ¿para qué iba si ni siquiera sabía esquiar?
Pero ahora no era culpa suya. Aunque, igual, se sentía culpable.
La abuela está enferma. Acabamos de llegar del hospital, los análisis no son buenos.
Sabía que la abuela se había hecho pruebas, y si mamá hubiera empezado por eso, se habría preocupado. Pero así… Hasta le alivió: si nadie había muerto, no habría que cambiar la boda. Al contrario, debían darse prisa, mientras la abuela…
Se le cerró la garganta. Pensarlo daba miedo. La abuela siempre había estado ahí. Mamá contaba que, cuando el abuelo las abandonó, dejándolas sin un duro, ella trabajó turnos dobles, noche y día, para que a su hija no le faltara nada. Luego, cuando mamá cumplió diecisiete, el «gran» artista se dignó a ayudarlas, pero toda la infancia fue la abuela quien la sacó adelante. Incluso ahora, seguía intentando darles dinero a ella y a Vicente. ¿Cómo lo hacía con esa pensión?
Voy ahora mismo.
La abuela se mostraba animada, incluso bromeaba.
No pasa nada, cariño, todo irá bien. Me harán quimio, quizás funcione. Lástima del pelo, tendré que cortármelo. Toda la vida con esta trenza, ni me reconozco sin ella.
El pelo de la abuela era espléndido: largo, grueso. Aunque en los últimos años, más blanco que castaño.
¿Qué tal si te lo tiñes para la boda? propuso Cristina. ¡Serás la más guapa!
La abuela se ilusionó, pero enseguida buscó la cartera.
¡No hace falta, abuela, yo lo compro!
¿Cómo que no? Con la boda a la vuelta de la esquina, bien sé lo caro que está todo. Toma, no discutas. Ah, y tengo un regalo para ti, espera.
Rebuscó en el armario entre bolsas de plástico hasta sacar una pequeña de color rosa.
Tres meses tejiendo, ya no veo como antes dijo, y Cristina notó su nerviosismo, esperando su reacción.
Dentro había una mantilla blanca como la nieve, algo anticuada, pero tan tierna que decidió llevarla el día de la boda.
¡Gracias, abuela, es preciosa!
Pero tu madre dice que no te la pondrás murmuró la abuela, dolida. Siempre le disgustó todo. ¿Te acuerdas del vestido amarillo que le hice, con mangas raglán? Lo empapó en mercromina solo para no usarlo…
Su voz tembló, y Cristina mintió rápido, diciendo que fue sin querer. La mentira le salió fácil.
Charlaron, tomaron té, tiñeron el pelo, y sin darse cuenta, llegó la noche. Cristina había dejado el móvil en el pasillo, así que no oyó las llamadas. Además, ¿quién iba a llamarla? Tocaron a la puerta, y al correr a abrir, vio decenas de notificaciones.
En el umbral estaban Vicente y su amigo del alma, Quique. Traían una caja, y dentro, un gatito atigrado de ojos curiosos.
¡Doña María, mire lo que le trajimos! gritó Quique.
La abuela, al verlo, se emocionó hasta las lágrimas.
Hacía tres años que murió su gato Peluso, un atigrado con ojos ámbar descarados, su compañero durante doce años. Lo había llorado tanto que juró no tener otro.
Quique, ¿para qué quiero un gato si me estoy muriendo? dijo. ¿Quién lo cuidará después?
No diga eso, abuela intervino Vicente. Primero, nadie lo abandonará. Y segundo, ahora tendrá que vivir.
¿Y con qué lo alimento? ¡Ni leche tengo!
¡Yo voy a comprar! se ofreció Cristina.
Voy contigo dijo Quique. Tengo hambre, compraremos algo para merendar…
En realidad, no quería quedarse a solas con él. Había algo en su mirada que la incomodaba. Cuando le dio la invitación a la boda, él la tomó sin sonreír.
Qué pena. Yo aún esperaba tener una oportunidad.
Pero con la abuela delante, no quiso discutir, y llevar a Vicente parecía absurdo. Tuvieron que ir juntos.
Se preocupó en vano: Quique apenas habló. Solo dijo que sentía mucho lo de la abuela y que esperaba que mejorara. Cuando ella preguntó si Adrián iría a la boda, respondió:
Claro.
Y no añadió más, aunque ella notó que quería decir algo.
Compraron un pastel y empanadillas, que la abuela criticó: «Yo las hago mejor». Vicente alabó su nuevo color de pelo, y Quique pidió ver la mantilla puesta. La miró como embrujado. Fue una buena tarde, aunque faltó mamá, de guardia en el hospital.
Al coger el móvil para llamarla, vio los mensajes de Adrián. Había olvidado la cena con sus padres, y él estaba furioso por su ausencia.
Te dije que venía a ver a la abuela. Le han dado un diagnóstico y…
Ya ha vivido lo suyo cortó él. No arruines nuestra vida por eso. ¿Sabes lo disgustada que está mi madre?
Tuvo que irse corriendo a calmarlo. Vicente la llevó en coche, y Quique se quedó con la abuela.
En casa, el escándalo fue inevitable. Adrián la llamó irresponsable, egoísta, incapaz de priorizar. Al ver la mantilla, dijo que era un horror y que no la llevaría puesta.
Las peleas continuaron hasta la boda. La víspera, ingresaron a la abuela, y Cristina sugirió cancelar, pero Adrián le recordó el dinero perdido en la primera boda, los gastos de esta, los invitados… «Que se cure, total, ella no va a venir».
Sabía que a Adrián no le gustaba la mantilla, y sin la abuela allí, quizás era mejor dejarla. Pero las fotos quedarían para siempre. La abuela pasó tres meses tejiéndola. Y decidió usarla, costara lo que costara.
Hija, ¿por qué te has puesto ese trapo? se quejó mamá. Con lo bonito que es tu vestido…
Se echó a llorar, y tuvieron que retocarla el maquillaje. Menos mal que llegó el novio; mamá se distrajo organizando el «rescate» una tradición que Cristina odiaba, pero los suegros insistieron.
Mientras esperaba, nerviosa, llamó a la abuela.
¿Podrían pasar a verme? pidió con voz frágil. Quiero veros.
¡Claro que sí! aunque dudaba que Adrián aceptara. Oye, ¿y el gato?
Quique se lo llev