**Diario de una decisión inesperada**
«¡Grita todo lo que quieras! ¡Para esto te traje al mundo, para amargarme la vida!» escuchó Lucía al subir las escaleras del edificio, incluso antes de entrar. La voz borracha de su vecina del piso de arriba retumbaba en el pasillo.
«Mamáááá» siguió el llanto desgarrador de un niño, y el corazón de Lucía se encogió de pena, como siempre.
«¡Te he dicho que te calles! ¡Cállate ya! ¿Qué más quieres?» gritó de nuevo Natalia, seguido por el ruido de algo cayendo al suelo.
Lucía pasó con cuidado frente a su puerta y subió unos peldaños más. Pensó en llamar a la vecina y ofrecerle ayuda, pero dudó
Se casó demasiado joven, a los dieciocho, convencida de que era amor verdadero. Pero la felicidad que imaginó nunca llegó. Al año, supo que se había equivocado. Su marido volvía tarde, muchas veces de madrugada y borracho.
Al principio, aguantó, creyendo que las cosas mejorarían. Pero no fue así. Un día, como en una mala telenovela, llegó temprano del trabajo y encontró a una rubia en el baño.
No hubo gritos. Solo recogió sus cosas y se fue. Él ni siquiera intentó detenerla. Caminó por la acera, sin saber adónde ir.
Podía volver con su madre, pero desistió. Su padrastro y sus dos hermanos ya llenaban aquel pequeño piso. Amigas cercanas no tenía.
«Me quedaré en un hostal y mañana busco piso» murmuró, mientras los faros de un coche iluminaban la calle.
«¿Necesita ayuda, señorita?» preguntó un desconocido desde el vehículo.
«No, gracias» negó con la cabeza, apretando el paso.
La lluvia arreció. Ningún comercio abierto a la vista.
«Suba, la llevo donde necesite» insistió el hombre.
«No hace falta»
«Soy médico. Con este frío, se va a enfermar».
Lucía cedió. El corazón le latía con fuerza.
«¿A dónde vamos?»
«Yo»
«¿No lo sabe?» dedujo él, mirando su bolsa mojada.
Ella bajó la mirada, sintiendo el rubor en sus mejillas.
«Pues venga conmigo» dijo él, girando el volante.
El corazón de Lucía se aceleró aún más.
«No ponga esa cara. No voy a hacerle nada. Puede quedarse en mi casa; yo tengo guardia en el hospital. Mañana vemos qué hacemos. Soy Javier Martínez, pero dime Javier. ¿Y tú?»
«Lucía» respondió, reprochándose su torpeza.
Minutos después, envuelta en una manta, bebía café en su sofá. Javier, como prometió, se fue al hospital. Por la decoración, Lucía adivinó que vivía solo.
Busco pisos en su móvil. Aunque era tarde, una casera respondió. A la mañana siguiente, quedaron para verlo.
Al despertar, el aroma del café la guió a la cocina.
«¡Buenos días!» saludó.
«¿Qué tal?» sonrió él.
«Bien. Hoy veo un piso».
«Si necesitas algo, avísame».
«Gracias, ya hiciste mucho».
«Es mi trabajo. Venga, que se enfría el café».
Lucía firmó el contrato de alquiler de un acogedor estudio cerca del trabajo. Pero pronto descubrió el problema: Natalia, su vecina, con fiestas hasta altas horas.
«¿La has comprado?» le preguntó otra vecina.
«No, la alquilo».
«Menos mal. Esa de arriba es Natalia, la borracha. Cuatro hijos, todos de padres distintos. Los mayores están en centros. ¡Y sigue con lo mismo!»
Lucía asintió, recordando los llantos del pequeño.
Al día siguiente, llamó a su puerta. De pronto, esta se abrió.
«¿Qué quieres?» gruñó Natalia, despeinada.
«Soy su vecina Solo quería saber si necesita ayuda».
«¿De la asistencia social?»
«No, escuché al niño llorar»
«Ese mocoso no para. Oye, ¿no tendrás doscientos euros?»
Lucía le dio el dinero.
«¡Genial! Ahora vuelvo» dijo Natalia, cerrando de golpe.
Lucía entró. El caos reinaba. En el salón, un niño estaba acurrucado en un sillón.
«¿Quién eres?» preguntó asustado.
«Lucía, tu vecina. ¿Y tú?»
«Héctor».
«¿Tienes hambre?»
El niño asintió. Bajó a su piso, le trajo macarrones con salchichas y galletas. Héctor devoró todo.
Al ver a Natalia volver, Lucía se despidió, con el corazón apretado.
Al día siguiente, ambulancias y policías rodeaban el edificio.
«¿Qué pasó?»
«Natalia se pasó de copas» dijo una vecina.
«¿Y el niño?»
«Al centro de acogida. Así no se perderá».
Lucía subió corriendo. Un policía la detuvo.
«¿Es familiar?»
«No, soy su vecina. ¿Dónde está Héctor?»
«Con la trabajadora social».
Lucía se acercó.
«¿Adónde lo llevarán?»
«A un centro. No tiene familia».
«¿Y si yo?»
«¿Es usted familiar?»
«No, pero»
«Podría, pero es un proceso largo».
«¿Puedo visitarlo?»
La mujer asintió, fría.
Lucía comenzó a visitar a Héctor. En meses, se encariñaron como madre e hijo. Pero la adopción era complicada: sin pareja, sin piso propio
Un día, tras otra negativa, caminaba abatida.
«¿Necesitas ayuda?» escuchó una voz conocida.
«¡Javier! No te había visto».
«Entrabas a la cafetería. Vengo mucho».
«Yo también y nunca te vi».
Empezaron a salir. Él le confesó que no podía tener hijos. Antes de casarse, Lucía le habló de Héctor. Se casaron, presentaron los papeles, y meses después, adoptaron al niño. Héctor ganó un apellido Martínez y, por fin, unos padres que lo quisieran de verdad.