Un niño juega cada tarde con un anciano en la plaza sin sospechar su increíble pasado…

Tengo ocho años y mi rincón preferido del mundo es la Plaza Mayor. No por los columpios desgastados ni por la arena llena de hojas muertas, sino por don Aurelio.

¡Hola, chaval! me grita cada tarde desde su banco de piedra cuando me ve llegar corriendo después del colegio.

Don Aurelio lleva el pelo blanco como la nieve, un sombrero de ala ancha color café y unas manos llenas de surcos, más arrugadas que las de cualquier otra persona que haya conocido. Pero son manos buenas, que saben hacer aviones de papel y me enseñaron a silbar con dos dedos.

Mamá, ¿puedo ir a la plaza? le pregunto cada día.

Media hora, Javier. Ni un minuto más responde sin alzar la vista de sus papeles.

Mamá siempre está ocupada. Dice que desde que papá se marchó, tiene que mantener la casa ella sola. Nunca me pregunta con quién hablo en la plaza ni qué hago allí.

Don Aurelio me cuenta historias que parecen sacadas de un cuento. Dice que en su juventud recorrió medio mundo, que conoció corsarios en las islas y que una vez cenó con un monarca en tierras lejanas.

¿En serio comiste con un rey? le pregunto mientras partimos las magdalenas que siempre trae en el bolsillo.

Tan cierto como que estás aquí conmigo responde guiñándome un ojo. Pero el mayor tesoro que encontré en mis viajes no fue oro ni joyas.

¿Entonces qué?

Una familia. Una esposa hermosa y un hijo que se parecía mucho a ti cuando era pequeño.

Cuando dice esto, su mirada se nubla. Sus ojos verdes, que siempre brillan al verme, se apagan como el sol antes de una tormenta.

¿Dónde están ahora?

Mi esposa está en el cielo suspira. Y mi hijo bueno, a veces las familias se rompen, chaval. Como un jarrón que cae y se hace añicos.

Pero los jarrones se pueden pegar con cola.

Los jarrones sí dice con una sonrisa triste, pero las familias son más difíciles de recomponer.

Llevamos tres meses siendo amigos cuando don Aurelio me sorprende con un regalo.

Toma, esto es para ti me dice, sacando una cajita de madera del bolsillo de su gabán.

Dentro hay un reloj de bolsillo dorado, antiguo y pesado como un trozo de historia.

Fue de mi padre, y del padre de mi padre me explica. Algún día será tuyo, cuando seas mayor.

¿Por qué me lo das a mí?

Porque eres especial, Javier. Más de lo que crees.

Esa noche le enseño el reloj a mamá. Nunca la había visto ponerse tan blanca.

¿De dónde has sacado esto? me grita, arrebatándomelo de las manos.

Me lo ha dado don Aurelio, mi amigo de la plaza.

¿Don Aurelio? ¿Cómo es ese hombre?

Le describo a mi amigo: alto, pelo blanco, ojos verdes, siempre con sombrero café.

Mamá se queda sentada en la cocina, mirando el reloj como si fuera una araña venenosa.

Javier, no quiero que vuelvas a esa plaza. ¿Me entiendes?

¿Por qué?

Porque lo digo yo. Y dame ese reloj.

¡No! ¡Es mío! ¡Don Aurelio me lo regaló!

Mamá me lo arranca de las manos y lo guarda en un cajón bajo llave.

Ese hombre es peligroso. No quiero que te acerques a él nunca más.

Durante una semana, mamá me lleva y trae del colegio. No me deja salir solo. Me siento como un pájaro enjaulado.

¿Por qué no puedo ver a don Aurelio? le pregunto cada día.

Porque es un embustero responde, y los mentirosos hacen daño.

Pero yo sé que don Aurelio no miente. Sus ojos son sinceros, y él mismo me enseñó que los mentirosos no miran a la cara cuando hablan.

El viernes, me escapo. Le digo a mamá que voy al baño en el recreo y corro hacia la plaza.

Don Aurelio no está en su banco. Le pregunto a la señora que vende rosas si lo ha visto.

Ay, cielo dice con tristeza. Don Aurelio se puso malo. Lo llevaron al hospital hace tres días.

¿Al hospital? ¿Cuál?

Al Hospital General, pero

No la dejo terminar. Salgo corriendo.

El Hospital General está a seis calles. Llego sin aliento. En recepción, una enfermera me dice que don Aurelio está en la habitación 312.

Lo encuentro en una cama blanca, rodeado de máquinas que pitan. Parece más pequeño sin su sombrero.

¡Don Aurelio! grito.

Abre los ojos y sonríe, pero es una sonrisa frágil.

Chaval sabía que vendrías.

¿Estás muy enfermo?

Un poco dice, intentando sentarse. Acércate, tengo algo que decirte.

Me acerco y me agarra la mano con sus dedos helados.

Javier, ¿sabes cuál es tu apellido completo?

Javier Moreno López.

¿Sabías que López era el apellido de tu padre?

Sí, mamá me lo contó.

¿Sabías que mi apellido también es López? Aurelio López.

Mi mente tarda en entenderlo.

¿Eres eres mi familia?

Las lágrimas le resbalan por las arrugas de su rostro.

Soy tu abuelo, chaval. Tu padre era mi hijo.

El mundo da un vuelco. Todo cobra sentido: por qué me dio el reloj, por qué decía que yo era especial, por qué se entristecía al hablar de su familia.

¿Por qué mamá no me lo dijo?

Don Aurelio mi abuelo suspira hondo.

Cuando tu padre murió, tu madre y yo discutimos. Por dinero, por la casa cosas de mayores que no importan. Ella se enfadó tanto que me prohibió verte. Se mudó de barrio para que no os encontrara.

¿Entonces papá sí tenía familia?

Tenía un padre que lo adoraba. Y que ahora te adora a ti, aunque hayamos perdido tanto tiempo.

¿Por eso me diste el reloj?

Era de tu bisabuelo, luego mío, luego de tu padre. Ahora te pertenece a ti.

En ese momento entra mamá corriendo, furiosa y asustada.

¡Javier! ¡Te he buscado por todas partes!

Se detiene al ver a mi abuelo. Se miran en silencio durante un largo instante.

Lucía dice mi abuelo con voz suave.

Aurelio responde mamá, y su voz también tiembla.

Mamá le digo, ¿por qué no me dijiste que don Aurelio era mi abuelo?

Mamá se sienta junto a la cama y se tapa la cara con las manos.

Porque estaba muy enfadada susurra. Demasiado.

¿Por qué?

Cuando murió tu padre, tu abuelo y yo nos peleamos por todo. Por la casa, por el negocio, por el seguro. Creí que solo quería quitarme cosas, no que quisiera conocerte.

Nunca quise quitarte nada, Lucía dice mi abuelo, solo quería estar cerca de mi nieto.

Lo sé llora mamá, y me arrepiento. Todos estos años solo, y Javier creció sin conocer a su familia.

No estuve solo estos meses sonríe mi abuelo, tuve al mejor nieto del mundo compartiendo sus tardes conmigo.

¿Sabías quién era yo? le pregunto.

Desde el primer día. Eres igual que tu padre de pequeño. Los mismos ojos, la misma sonrisa pícara.

Mamá se acerca

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