Un niño juega cada tarde con un anciano en la plaza sin sospechar su increíble secreto…

Un niño juega cada tarde con un anciano en la plaza sin imaginar quién es en realidad…

Tengo ocho años y mi rincón favorito del mundo es la plaza Mayor. No por los columpios desgastados ni por la arena donde revolotean las palomas, sino por don Francisco.

¡Hola, chavalín! me llama desde su banco de siempre cuando me ve llegar corriendo después del cole.

Don Francisco lleva el pelo blanco como la nieve, un sombrero gris de ala ancha y unas manos llenas de surcos más profundos que los del río Ebro. Pero son manos sabias, que doblan aviones de papel y me enseñaron a chiflar con los dedos.

Mamá, ¿puedo bajar a la plaza? le pregunto cada día.

Media hora, Javier. Ni un minuto más responde sin apartar los ojos de su ordenador.

Mamá siempre está ocupada. Dice que lleva la casa sola desde que papá se marchó. Nunca me pregunta con quién juego ni qué hago allí abajo.

Don Francisco cuenta historias que parecen de mentira. Dice que navegó por los siete mares, que compartió mesa con un emir en Marruecos y que una vez rescató a un delfín en las costas de Andalucía.

¿De verdad salvaste un delfín? le pregunto mientras partimos la barra de pan que él siempre trae.

Tan cierto como que el sol sale por Levante responde guiñando un ojo. Pero el mayor tesoro que encontré en mis aventuras no fue oro ni joyas.

¿Entonces?

Fue mi familia. Una mujer morena como la noche y un hijo que se parecía a ti como dos gotas de agua.

Al decirlo, su voz se quiebra. Sus ojos color miel, que brillan cuando me ve, se nublan como el cielo en noviembre.

¿Dónde están ahora?

Mi mujer se fue al cielo susurra. Y mi hijo… bueno, a veces las familias se rompen, chiquillo. Como un jarrón de cerámica que se estrella contra el suelo.

Pero los jarrones se pegan con cola.

Los de barro sí sonríe con tristeza. Las heridas del corazón tardan más en cerrar.

Llevamos meses compartiendo meriendas cuando don Francisco me sorprende con un regalo.

Esto es para ti dice, sacando una cajita de ébano de su bolsillo.

Dentro hay un reloj de cadena dorado, antiguo y con el escudo de Castilla grabado.

Perteneció a mi abuelo, luego a mi padre explica. Algún día será tuyo, cuando seas mayor.

¿Por qué a mí?

Porque eres único, Javier. Más de lo que crees.

Esa noche, mamá palidece al ver el reloj.

¿De dónde has sacado esto? exclama, arrebatándomelo.

Me lo dio don Francisco, el abuelo de la plaza.

¿Don Francisco? ¿Cómo es ese hombre?

Le describo a mi amigo: alto, ojos claros, sombrero gris y una cicatriz en la barbilla.

Mamá se desploma en una silla, mirando el reloj como si contuviera un secreto.

No vuelvas a esa plaza. ¿Entendido?

¿Por qué no?

¡Porque lo digo yo! Y dame eso.

¡Es mío? ¡Don Francisco me lo regaló!

Mamá lo guarda bajo llave en el armario del salón.

Ese hombre es peligroso. No quiero que te acerques a él.

Durante una semana, me vigila como un halcón. Me siento enjaulado.

¿Por qué no puedo verle? insisto.

Porque miente responde. Y los mentirosos hacen daño.

Pero yo sé que don Francisco dice la verdad. Sus ojos son sinceros, y él mismo me enseñó que la mentira siempre huele a azufre.

El viernes, me escapo. Digo que voy al servicio y corro a la plaza.

Don Francisco no está. La florista me mira con pena.

Lo llevaron al hospital, niño. Al Clínico.

Corro como si me persiguiera el mismísimo diablo.

En la habitación 312, lo encuentro rodeado de cables. Parece frágil sin su sombrero.

¡Don Francisco!

Abre los ojos y sonríe, pero le cuesta.

Sabía que vendrías, chaval…

¿Qué te pasa?

Un achaque de viejo dice, tomándome la mano. Escucha, tengo que contarte algo importante.

Me acerca y sus palabras caen como piedras:

Soy tu abuelo, Javier. Tu padre era mi hijo.

El suelo parece moverse. Ahora entiendo por qué me miraba así, por qué me regaló el reloj…

¿Por qué mamá no me lo dijo?

Cuando tu padre falleció, discutimos por herencias y papeles. Ella se enfadó tanto que se llevó lejos. Cambió de ciudad para que no nos encontráramos.

¿Entonces papá no estaba solo?

Tenía un padre que lo adoraba. Y que te adora a ti, aunque el destino nos robó años.

En ese momento, entra mamá, deshecha en lágrimas.

Perdón, Francisco susurra, arrodillándose junto a la cama. Estaba ciega de rabia.

No hay rencor, hija responde él, acariciándole el pelo. Solo alegría por lo que nos queda.

Ahora mi abuelo vive con nosotros. El reloj está en mi mesilla, pero su verdadero valor no es el oro, sino la lección que guarda: a veces, los lazos rotos pueden tejerse de nuevo, y los encuentros que parecen casuales llevan escribiéndose desde siempre en el libro de la vida.

Оцените статью
Un niño juega cada tarde con un anciano en la plaza sin sospechar su increíble secreto…
Я совершил ошибку и теперь не знаю, как продолжить жизнь