«Eres la criada», se reía mi suegra, sin saber que yo era la dueña del restaurante donde ella llevaba diez años fregando platos.
«¿Qué, ya te has hartado?», su voz por teléfono goteaba veneno, sin ni siquiera intentar disimular.
Yo, en silencio, cambié el móvil de oreja mientras firmaba una pila de facturas.
«Damián vuelve a colgarme. ¿Esto es cosa tuya, verdad? Claro que sí. ¿Qué le habrás metido en la cabeza, pájara estéril?».
Tamara Iglesias. Mi suegra. La friegaplatos de mi restaurante estrella, «El Faisán Dorado». Diez años trabajando allí, convencida de que su nuera era una mantenida que se había pegado a su «niño de oro».
«Tamara, estoy ocupada», respondí tranquila, estampando mi firma en la última factura.
«¡Ocupada! ¿De qué vas a estar ocupada? ¿Limándote las uñas? ¿Contando el dinero de mi hijo? ¿Metiéndolo en tu cartera de cocodrilo?».
Su voz temblaba de envidia mal disimulada. La misma que la llevaba a aparecer en casa sin avisar y a husmear en la nevera, haciendo aspavientos al ver el foie gras o las alcachofas.
«Estoy trabajando», dije con calma, apartando los papeles.
«¿Trabajando?», soltó, y casi pude ver su sonrisa desdeñosa al otro lado. «Mira, no me hagas reír. Tu trabajo es atender a mi hijo. Ponerle la cena y hacerle la cama. No olvides tu lugar».
Cerré los ojos. Sobre mi mesa de roble oscuro estaba el nuevo menú, diseñado por mi chef francés.
Miles de euros invertidos, noches en vela, negociaciones con proveedores de Italia y Noruega.
«Basta de fingir que eres una empresaria. Eres la criada, Laura. Una criada bien vestida y cara. Y siempre lo serás. Acuérdate».
Algo dentro de mí se tensó como una cuerda. Diez años aguantando. Diez años cumpliendo la promesa que le hice a Damián al principio.
En aquel entonces, en mi primer café, él me tomó las manos y me dijo: «Laura, por favor, deja que mi madre crea que soy yo quien te ayuda. Su vida ha sido dura, lo ha dado todo por mí. Si descubre que tienes más éxito, la destruirás». Yo, ciega de amor y agradecida por ese primer préstamo que me hizo de sus ahorros, accedí. Entonces parecía una mentira pequeña, inofensiva. Una mentira que, en diez años, se convirtió en un monstruo.
«Necesito dinero», anunció Tamara sin rodeos. «El abrigo está hecho polvo, me da vergüenza salir. Dile a Damián que me traiga veinte mil euros esta noche. A ti no te costará, eres experta en sacarle dinero».
Lo dijo como si le pidiera a la asistenta que le diera dinero para la compra.
Miré mis uñas impecables. Esas manos que manejaban un negocio de millones. Y de pronto entendí que estaba harta. No solo cansada: vacía.
«Vale», dije con una calma que ni yo reconocía. «Tendrás tu abrigo».
Colgué antes de que pudiera responder. Luego llamé al gerente de «El Faisán Dorado».
«Sergio, buenos días. Nueva norma: a partir de mañana, controles de calidad estrictos. Para todo el personal. Sin excepciones. Sobre todo en el fregadero. Dicen que viene el crítico Eduardo Moreno de inspección. Tenemos que ser impecables».
Martes
Por la noche, el teléfono sonó de nuevo. Estaba revisando el informe financiero.
«¿Cómo te atreves?», chillaba mi suegra, al borde del grito. «¿Qué humillación es esta? ¡A mí, una mujer mayor, me han hecho refregar toda una pila de platos! ¡Y ese mocoso de Sergio vigilándome!».
Casi podía ver su cara, roja de rabia. Para que Tamara no descubriera la verdad, yo apenas iba al restaurante. Todo lo gestionaba desde mi despacho.
«Tamara, las normas son para todos. Vajilla limpia, reputación intacta. Más ahora que puede venir un crítico».
«¿Reputación? ¡Qué reputación va a tener esta leva