Heredó una casa en medio de un lago… Pero lo que descubrió en su interior le cambió la vida para siempre.

**Diario Personal**

Hoy ha sido un día que jamás olvidaré. Todo empezó con una llamada mientras freía una tortilla en la cocina. El aroma del ajo y la mantequilla llenaba el aire cuando el teléfono sonó. Un número desconocido.

¿Dígame? respondí con prisa, sin apartar los ojos de la sartén.

Don Rodrigo Vázquez, notario de su familia. Debe venir mañana por la mañana. Hay un asunto de herencia que requiere su firma.

Me quedé helado. Mis padres están vivos, ¿de quién podría heredar algo? Ni siquiera pregunté. Solo asentí en silencio y colgué.

A la mañana siguiente, la niebla envolvía Madrid. Mientras conducía hacia el centro, la confusión se convirtió en irritación. El notario me esperaba en la puerta de su despacho.

Pase, Rodrigo. Sé que esto parece extraño. Pero si fuera algo común, no le habría molestado en su día libre.

El despacho estaba vacío, solo el eco de mis pasos sobre el suelo de madera. Me senté frente al escritorio, cruzando los brazos.

Esto concierne a su tío, Emilio Mendoza.

No tengo ningún tío Emilio protesté de inmediato.

Aún así, le ha dejado toda su fortuna. El notario deslizó una llave antigua, un mapa amarillento y una dirección. Una casa en el agua. Ahora es suya.

¿Está bromeando?

La casa está en medio de la Laguna de Peñalara, en la sierra de Madrid.

La llave pesaba en mi mano, con dibujos desgastados. Nunca había oído hablar de ese hombre ni de ese lugar, pero algo dentro de mí despertó.

Una hora después, llevaba una mochila con ropa, agua y algo de comer. Según el GPS, la laguna estaba a solo cuarenta minutos. ¿Cómo no conocía yo un sitio así?

Al final del camino, apareció la laguna: quieta, oscura, como un espejo. En el centro, una casa enorme, sombría, como surgida del agua.

En un bar junto al embarcadero, unos ancianos tomaban café. Me acerqué.

Perdonen, ¿saben quién vivía en esa casa?

Uno de ellos dejó la taza lentamente.

Aquí no hablamos de ese sitio. No vamos. Debería haber desaparecido hace años.

Pero alguien vivía, ¿no?

Nunca vimos a nadie en la orilla. Solo de noche oímos barcas. Alguien llevaba provisiones, pero no queremos saber quién.

En el embarcadero, un cartel descolorido decía: «Barcas de Lucía». Dentro, una mujer de mirada cansada me recibió.

Necesito una barca para llegar a esa casa dije, mostrando la llave. La he heredado.

Nadie va allí respondió fría. Da miedo. A mí también.

Pero insistí hasta que cedió.

De acuerdo. Le llevo. Pero no esperaré. Volveré mañana.

La casa se alzaba sobre el agua como una fortaleza olvidada. El muelle crujió bajo mis pies. Lucía amarró la barca.

Hemos llegado murmuró.

Quise darle las gracias, pero ya se alejaba entre la niebla.

Ahora estaba solo.

La llave giró con facilidad. La puerta se abrió con un chirrido. Dentro, olía a polvo, pero también fresco. Retratos cubrían las paredes. Uno me llamó la atención: un hombre junto a la laguna, con la casa al fondo. «Emilio Mendoza, 1964».

En la biblioteca, los libros tenían anotaciones. En el estudio, un telescopio y cuadernos con observaciones meteorológicas, la última del mes pasado.

¿Qué buscaba? susurré.

En el dormitorio, docenas de relojes parados. Sobre la cómoda, un relicario con la foto de un bebé: «Rodrigo».

¿Me vigilaba? ¿A mi familia?

En el espejo, una nota: «El tiempo revela lo olvidado».

En el ático, recortes de periódico. Uno marcado en rojo: «Niño de Alcalá desaparecido. Aparece días después, ileso». El año, 1997. Me quedé pálido. Era yo.

En el comedor, una silla apartada. Sobre ella, mi foto del colegio.

Esto ya no es solo raro murmuré, sintiendo vértigo.

Cené algo de lata y subí a una habitación. Las sábanas estaban limpias, como esperando a alguien. Fuera, la luna se reflejaba en el agua. La casa respiraba.

Pero no pude dormir. Demasiadas preguntas. ¿Quién era Emilio? ¿Por qué nadie lo mencionó? ¿Por qué esta obsesión conmigo?

Un ruido metálico me sobresaltó. Bajé con una linterna. En la biblioteca, los libros parecían recién movidos. Un tapiz ocultaba una puerta de hierro.

No esto susurré, pero la abrí.

Una escalera descendía bajo el agua. El aire era húmedo, salado. Abajo, archivos etiquetados: «Genealogía», «Correspondencia». Uno decía: «Vázquez».

Dentro, cartas dirigidas a mi padre.

«Intenté contactarte. ¿Por qué no respondes? Esto es importante para él. Para Rodrigo».

No desapareció. Quería saber de mí murmuré.

Al final del pasillo, otra puerta: «Archivo Mendoza. Solo acceso autorizado». Un escáner de palma y una nota: «Para Rodrigo Vázquez. Solo para él».

Coloqué mi mano.

Un proyector se encendió. Un hombre de pelo gris me miró.

Hola, Rodrigo. Si ves esto, es que ya no estoy.

Era Emilio Mendoza.

Soy tu verdadero padre. Tu madre y yo cometimos errores. Éramos científicos obsesionados con salvar el mundo. Ella murió al darte a luz. Yo te entregué a mi hermano. Te dio una familia, pero nunca dejé de observarte. Desde aquí. Desde lejos.

Me desplomé en un banco.

Fuiste tú todo este tiempo

Su voz tembló en la grabación.

Temí arruinarte, pero creciste fuerte y bueno, mejor de lo que soñé. Esta casa es tuya ahora. Perdóname por el silencio, por la cobardía, por estar cerca sin estar.

La imagen se apagó.

No sé cuánto tiempo estuve allí. Al amanecer, Lucía me esperaba en el muelle.

¿Estás bien?

Ahora sí respondí. Solo necesitaba entender.

Regresé a casa. Mis padres me escucharon en silencio. Luego me abrazaron.

Perdónanos susurró mi madre. Creímos que era lo mejor.

Gracias dije. Sé que no fue fácil.

Esa noche, todo parecía distinto.

Unas semanas después, volví a la laguna. No para vivir allí, sino para restaurar la casa. Ahora es un centro de estudios climáticos. Los niños corren por sus pasillos, los vecinos vienen con sonrisas. La casa ya no guarda secretos. Vuelve a estar viva.

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