Hace muchos años, en la cúspide de su carrera, Álvaro Mendoza lo tenía todo. A sus cuarenta y cinco años, era presidente de una de las mayores productoras de cine en Madrid, dueño de una lujosa mansión en La Moraleja, un descapotable último modelo y una lista interminable de celebridades entre sus amistades. Sin embargo, en el momento de mayor éxito, sorprendió a todos al abandonar el mundo del cine, vender sus posesiones y desaparecer sin dejar rastro.
«Podría haber seguido en la industria cinematográfica hasta el final de mis días. No creo que fuera más infeliz que otros productores exitosos de la época», me confiesa Álvaro con una sonrisa melancólica. «Desde fuera, mi vida parecía un sueño. Pero yo no podía decir lo mismo».
Su viaje a la capital de Camboya, Nom Pen, comenzó casi por casualidad. Tras doce años sin vacaciones, decidió visitar los templos budistas de Asia. Camboya era solo una parada en su itinerario. Sentado en un pequeño café, le dio unas monedas a un niño mendigo. Un lugareño con quien entabló conversación le dijo: «Si de verdad quiere ayudar, vaya al vertedero de la ciudad». Álvaro no supo por qué, pero siguió el consejo.
«Lo que vi allí me dejó sin aliento», recuerda con voz quebrada. «Cientos de niños rebuscando entre la basura para sobrevivir otro día más. El hedor era tan denso que casi podía tocarse. Como muchos, pensaba que ayudar a esos niños era trabajo de organizaciones benéficas. Pero allí estaba yo, solo, sin nadie más. O hacía algo, o ellos seguían sufriendo. Podría haberme ido y fingir que nunca lo vi. Pero en ese instante, por primera vez en mi vida, sentí que mi lugar estaba allí».
Ese mismo día, alquiló dos pisos para sacar a los niños del vertedero y les pagó tratamiento médico. «Con solo cuarenta euros al mes se puede cambiar la vida de un niño en Camboya», dice Álvaro, sacudiendo la cabeza. «Me avergonzó descubrir que era tan fácil».
De camino a España, una pregunta lo atormentaba: ¿y si su verdadera vocación era ayudar a esos niños? «Temí que fuera una crisis de los cuarenta», admite. «Y en el mundo del cine, he visto cómo acaban esas crisis».
Durante el año siguiente, pasaba tres semanas en Madrid y una en Nom Pen. «Esperaba una señal de que estaba haciendo lo correcto», explica. «Y un día, uno de los actores más famosos de España me llamó furioso porque su jet privado había servido la comida equivocada. Gritaba: ‘¡Mi vida no debería ser tan complicada!’. Yo estaba frente al vertedero, viendo cómo los niños morían de hambre. Si eso no era una señal de que mi vida en el cine era una farsa, no sé qué lo sería».
Nadie entendió su decisión. Aun así, vendió todo y calculó que su fortuna bastaría para mantener a doscientos niños durante ocho años. Fundó la organización «Fondo para los Niños de Camboya», dedicada a darles educación, hogar y atención médica.
Hoy, diez años después, Álvaro cuida de dos mil niños. Ya no depende solo de su dinero; tiene patrocinadores y seguidores. «Nunca me casé», confiesa. «En Madrid, la vida de soltero en el cine era demasiado buena. Había mujeres maravillosas, pero jamás imaginé casarme. Ahora tengo más hijos de los que soñé. Dentro de una década, ellos cuidarán de mí, y seré su abuelo».
Antes, sus fines de semana eran de paseos en barco y partidas de pádel con amigos. Ahora pasa sus días entre basura y sonrisas infantiles. «Nunca he pensado en volver. La libertad que sentí al dejar el mundo corporativo no tiene precio». Le pregunto, como todos hacen: ¿no extraña su antigua vida? «Solo al barco», responde con nostalgia. «Era mi única sensación de libertad verdadera».