Bajo la ventana de la habitación del hospital, el techo metálico del porche retumbaba con el golpeteo de la lluvia otoñal, fría y penetrante.
Marina despertó por el ruido, permaneció acostada y escuchó su propio cuerpo. Estaba allí por una operaciónle habían extirpado un quiste, y con él, un ovario. ¿Sería por la edad? Aunque en esa sala había mujeres de todas las edades.
Una luz tenue entraba por la puerta entreabierta del pasillo. Olía a valeriana, a lejía…
Y entonces, entre el estruendo de la lluvia contra el metal, Marina escuchó un sollozo. Aguzó el oídono, solo silencio. Pero luego, otra vez.
Se incorporó en la cama y enseguida lo supo: era una chica de unos dieciséis años, llorando junto a la pared opuesta. Ya sabía de ellauna complicación tras un aborto clandestino. Se había perforado con una aguja. Un método antiguo…
Marina se levantó y se sentó en la cama vacía frente a la joven. La muchacha se envolvía en sí misma, solo asomaban sus rodillas huesudas y el pelo desparramado sobre la almohada. Marina tomó la manta de la cama vacía y la arropóhacía frío.
La chica asomó la nariz, se la limpió con la mano, como una niña pequeña. La habían operado ese mismo día. Cinco horas de cirugía. La auxiliar le susurróun absceso, le habían extirpado el útero.
¿Te duele?preguntó Marina en voz alta. No había necesidad de susurrar, la lluvia lo ahogaba todo.
La chica negó con la cabeza.
¿Necesitas algo? ¿Agua?
Sí…
Marina fue a su mesilla, sirvió té dulce y tibio del termo.
Toma. Siéntate un pocola ayudó a incorporarse.
Graciasbebió tres sorbos.
No llores, ya qué más da.
Le habría gustado sermonearla. ¿En qué estaba pensando, tonta? ¡Se arruinó la vida! ¡Se privó de tener hijos! ¡Y casi pierde la vida! Pero no era el momento. Marina calló; la chica ya estaba mal: la anestesia debía estar pasando, comprendiendo lo que había hecho.
No le importo a nadiesusurró la joven.
¿Cómo? A tus seres queridos sí. A tu madre. ¿Qué dices?
A él no. Ni siquiera piensa en mí ahora.
¿Así que lloras por él? Vaya consuelo. Ahora debes preocuparte por ti, por recuperarte.
No quiero. Quizá prefiera morir. No puedo vivir sin él. Lo amosu rostro se contorsionó, los labios azulados se torcieron, se hundió en la almohada y volvió a llorar.
La lluvia acompañaba su llanto, golpeando contra la ventana.
Marina le puso una mano en el hombro, simplemente la dejó ahí, en silencio. ¿Qué podía decirle a una chica tan ingenua? ¿Qué podía decirle ahora?
¿Que el amor juvenil era solo una tontería pasajera? ¿Que si él la hubiera querido, esto no habría pasado? ¿Que era un cobarde si sabía del embarazo y no la apoyó?
Pero, ¿le creería?
Cuéntamese le ocurrió una forma de calmarla.
Y la chica se giró, se secó la nariz y empezó a hablar, entrecortadamente, saltando de un tema a otro, justificándose ante sí misma y ante el mundo.
Iban juntos al mismo club deportivoatletismo. Él era de otro pueblo cercano. Guapo, un atleta prometedor, llegaba en moto y hacía suspirar a todas. Ella ni soñaba que la elegiría a ella. Pero lo hizo.
Ese verano viajaron juntos a una competencia, los alojaron en una escuela. Las chicas en un aula, los chicos en otra.
Habló y habló, detallando cosas sin importancia.
Todo ocurrió en un aula vacía, todo fue hermosohasta encendieron una vela. Su sueño se cumplióél la eligió. ¿Cómo negarse, si era tan insistente?
Dijo que se cuidaría, lo recuerdo. Luego me besó, todo era perfecto. Ni te imaginas.
Claro que no. ¿Y después?
Después quiso otra vez, antes de irnos. Pero la entrenadora pasó por el pasillo, nos escondimos bajo un pupitre. Nos reímos tantola chica sonrióFue genial. Pero esa vez no pasó nada…
¿Y luego?
¿Luego? No sé qué pasó. Cambió mucho. Nuestros entrenamientos no coincidían, fui a propósito cuando él iba, pero actuó como si no me viera. Hasta me soltó la mano y me miró así… Luego las chicas me dijeron que salía con Cristina Mijáilovauna lágrima rodó por su mejilla pálida.
¿Sabía del embarazo?
Asintió.
¿Y qué dijo?
Se tocó la sien y me golpeó la frente con el dedo. Como diciendo: «piensa lo que dices». Luego fui otra vezfui a su casa. Ya estaba segura. Entonces sí se asustó, empezó a gritar. Pero yo lo amo, ¿entiende? ¡No quiero a nadie más! ¡A nadie!se cubrió el rostro con la manta, los hombros huesudos temblabanY la aguja la desinfecté con alcohol, no sabía que pasaría estoañadió entre sollozos.
Y de esa inocencia infantil, un peso enorme cayó sobre Marina.
Era apenas una niña. No entendía lo que había hecho. Debería llorar por sí misma, pero derramaba lágrimas por un amor que nunca existió. ¿Qué amor? Un capricho juvenil por un necio desalmado. Y su historia no era nueva, era tristemente común.
¿Cómo te llamas?
Lucía. Lucía Rosales.
¿Rosales? ¿Eres de Valdehermoso?
Asintió.
¿Tu padre no se llama Salvador?
Sísacudió la cabeza, asustadaPero… se separaron hace mucho de mi madre. No le diga nada, ¿vale? Ella no sabe. Cree que estoy en casa de una amiga en Villanueva. ¡Por favor, no le diga!
¿No lo sabe? ¡Dios mío! ¿Cómo puede ser…?
Salvador Rosales había sido compañero de clase de Marina. Y recordaba a su esposa. Ana, una mujer menuda de nariz afilada, estudiaba en su misma escuela, uno o dos cursos menores.
Lucía, debes decírselo a tu madre. ¿Cómo…?
¡No! ¡Me mataría! Me echaría de casa. ¡No se lo diga!
No lo haré, tranquila. Ahora duerme. Ya es tarde. Necesitas descansar.
Sí, pero no le diga nada.
Lucía obedeció, se giró de lado, puso las manos bajo la mejilla como una niña y cerró los ojos. Marina le arropó bien y volvió a su cama. Las demás pacientes probablemente no dormían, habrían oído su conversación.
Claro, los médicos informarían a la madre. Quizá ya lo habían hecho. Pero Marina no se lo dijo.
Afuera, el cielo empezaba a clarear. La lluvia arrastraba la oscuridad, se iba con ella.
Qué pena… Qué pena perder aquel día la mayor dicha: la dicha de ser madre.
Por la mañana, junto a la cama de la chica, estaba Ana, su madre, llorando. Sentada frente a su hija encogida, se balanceaba en la cama, doblada por el dolor.
¿Por qué? ¿Por quééé? Mi niñaaa… ¿Cómo pudo pasaaar? ¿Cómo no me di cuentaaa…?