Un familiar cercano

Una joven pareja se encontró con un problema inesperado. Una tarde de domingo, alguien llamó a la puerta. El marido miró por la mirilla y vio a un joven sucio, barbudo y con un olor desagradable. No llevaba maleta, mochila ni bolsa.

El hombre iba a preguntarle qué quería, pero el joven lo cortó: ¿Puedo ver a Lola? Y gritó: ¡Lola, ven, por favor, Lola!

La esposa apareció, lo miró con atención y no lo reconoció.

El chico suplicaba con la mirada: Lola, soy tu primo hermano, Efraín. Nunca nos hemos visto. Estoy perdido, no dejes que me muera.

Lo dejaron entrar. Al pasar, el olor era tan fuerte que casi taparon la nariz.

Efraín se apoyó contra la puerta, a punto de desmayarse: Mil kilómetros en autostop y a pie, durmiendo en los campos, vendí el móvil, pedí limosna, casi acabo en comisaría. Y otra vez suplicó: Me echaron, mi esposa me echó, mi madre no me quiso recibir. No tengo a nadie más que a ti. Vine hasta aquí. Ayúdame, Lola.

El aire en el pequeño recibidor era irrespirable.

¿Echarlo a la calle? Lo llevaron al baño. Le dieron unos pantalones y una camiseta, y tiraron su ropa en una bolsa de basura. El marido la sacó al contenedor.

Cuando salió, el primo miró hacia la cocina.

¿Qué hacer? Lo sentó a la mesa, pero entonces el marido la llamó para hablar en privado: No entiendo, ¿vamos a cargar con este problema? ¿Estás en tus cabales? Nos robará o nos matará mientras dormimos. Que se vaya, hoy hay organizaciones que ayudan. Que trabaje a cambio de comida y techo.

Lola respondió que no podía hacerlo. No porque fuera familia, sino porque era un ser humano.

Al volver, vieron a Efraín comiendo la sopa directamente de la cacerola, con el caldo cayéndole por la barbilla, atragantándose pero sin parar.

A Lola le dio náuseas. ¡Adiós, comida!

Entró y le ordenó sentarse. Le sirvió en un plato y puso pan en una cestita.

El invitado, con esfuerzo, se controló para comer con calma.

Ella esperó en silencio.

Una vez saciado, casi se dormía, pero ella no se lo permitió: Cuéntame qué te pasó.

Él balbuceó: Me echaron, Lola, como a un perro sarnoso. Sin un céntimo. Mi madre me cerró la puerta en las narices. No tengo a nadie. Allí habría muerto bajo un puente. Vine hasta ti, quiero empezar de nuevo.

Ella frunció el ceño: No entiendo, ¿por qué te echaron? Habla claro.

Él bajó la cabeza: No puedo, me da vergüenza.

Le dieron unas mantas viejas y lo dejaron en el suelo. El piso era pequeño, no había sitio.

Mientras él dormía, Lola llamó desde el balcón a su tía, la madre de Efraín: Su hijo está aquí, sucio y asqueroso. ¿Qué pasó? No me lo explica.

La tía se quejó: Ya no es mi hijo, lo arranqué de mi corazón. Bebía, empezó a apostar, lo perdió todo. Vendió hasta lo último mientras su esposa estaba fuera. Y a mí me robó. Échenlo, ese sinvergüenza no es bienvenido.

Lola se indignó: Bonito, ¿y ahora es mi problema? Aparece de la nada, ¿y qué hago yo? Mi marido está furioso, y yo tampoco estoy contenta, por decirlo suave.

La tía le aconsejó echarlo sin piedad: No lo dudes, o te arruinará.

Lola replicó: A usted le es fácil decirlo. Pero yo no puedo tirarlo a la calle. ¿Entiende? ¡No puedo!

La tía rompió a llorar. No era de ayuda.

El marido salió al balcón: Ya te lo dije, que se vaya. Si no lo haces tú, lo haré yo. Le daré unos euros y que se marche.

Ella se negó: No. Si le pasa algo, no me lo perdonaré nunca.

Él se enfureció: Haz lo que quieras, pero yo me voy. Y se marchó a casa de su madre.

Todo se derrumbó en un instante. ¿Quién era Efraín? ¿Realmente los robaría? ¿Cómo dormir bajo el mismo techo? Era un riesgo. Ni siquiera se conocían. ¡Y aún así apareció sin avisar!

La noche fue larga. Al amanecer, lo despertó: Tu madre me contó todo. Entiende que no puedes quedarte. Mi marido se fue. Dime, ¿qué piensas hacer?

Le sugirió buscar ayuda en organizaciones que ofrecían comida y alojamiento. Había visto un cartel en la parada del autobús.

Efraín parecía un animal acorralado. Callado, mirándola suplicante, como el día anterior.

De pronto, habló: Soy un delincuente, Lola. Pero arrepentido. No haré daño a nadie.

Y entonces sintió miedo. ¿Y si tenía alguna enfermedad? Mil kilómetros sin tren ni avión, casi a pie. Era extraño que hubiera llegado. ¿Y su alma? ¿Jugar y robar a los suyos? ¿Había caído tan bajo que no había vuelta atrás?

Para llevarlo a un centro de ayuda, debía salir. Pero ¿dejarlo solo en casa?

Recordó que existía internet. Encontró un número, llamó. Le dijeron que no había plazas, que esperara dos días.

Dos días de tortura. Aunque fuera familia, era un desconocido, poco fiable.

Su marido no quería volver, la insultaba por teléfono, la llamaba tonta.

Lola llamó a su jefa y pidió dos días libres, explicando la situación.

Comieron lo que quedaba. No podía ir al supermercado: ¿y si robaba? Había dejado a su madre y a su esposa en la ruina.

Poco a poco, Efraín volvía en sí, recuperaba su humanidad. Juraba haber cambiado: No haría daño ni a una mosca. Gracias, Lola.

Al final, lo llevó a un centro. Lo aceptaron. Nunca más se vieron. Efraín no llamó, no dio señales.

Y ella apenas lo recordaba: había hecho lo posible. Su tía tampoco llamó. Silencio.

Cinco años después, apareció con una mujer joven: No voy a invadir tu vida como aquella vez. Una vez fue suficiente.

Se presentó a su segunda esposa: Vinimos a agradecerte. Lo que hiciste por mí por nosotros. Sin ti, habría muerto, y nunca nos habríamos conocido.

Trabajaba en las afueras, le iba bien. No hablaba con su madre. Lola era su única familia.

Empezó a llamar, a felicitarla en fechas especiales. Una vez le dijo que siempre podría contar con él: Siempre estaré en deuda contigo, Lolita.

Era incómodo, claro. Pero al menos aprendió algo sobre su propio marido.

**Moraleja:** A veces, ayudar a alguien en su peor momento no cambia el mundo, pero sí puede cambiar el suyo. La compasión, aunque arriesgada, siembre semillas inesperadas.

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